Milenio/5 de junio de 2009
Comprendo y comparto el hartazgo y la indignación de mucha gente que quiere este 6 de julio próximo, al anular su voto, emprender una acción contundente de castigo contra los partidos políticos. Mucho me temo sin embargo que esta acción cívica, que se discute ampliamente en los medios y se propaga por la red, tendrá, debido al carácter secreto del voto y a las características de nuestro sistema electoral, poco o ningún resultado. Al contrario. Anular el voto o abstenerse, que son la misma cosa en términos prácticos y legales, termina beneficiando a aquellos, los candidatos y partidos de la peor ralea, que cuentan con el voto duro; el de los intolerantes y el de sus clientelas para alcanzar la victoria. Coincido por tanto con la propuesta de Jairo Calixto Albarrán: hay que votar para joder. Votar no tanto para que lleguen unos, que no parece haberlos buenos por ningún lado, sino para impedir que lleguen o se queden otros, de cuyas malas mañas sabemos de sobra.
El profundo desprestigio del quehacer político, el desfondamiento moral de los partidos, la ola de frustración y desencanto generalizado ante un sistema democrático que naufraga en la corrupción, la impunidad y la ineficiencia, pueden conducirnos –democracia que no entrega resultados no sirve para nada dice Felipe González– a la debacle. Es importante y urgente, si queremos preservar la paz, emprender un trabajo de transformación y rescate, desde la sociedad, de nuestra democracia. Es imperativo también hacer que esta democracia funcione y genere, en un clima de justicia y libertad, bienestar y seguridad para las mayorías empobrecidas. Hay poco tiempo para lograrlo. Esa tarea, hoy está más claro que nunca, corresponde a los ciudadanos y va mucho más allá de tachar con una leyenda, no importa que tan incendiaria o razonable sea esta, la boleta electoral.
Rescatar ese impulso vital, ese viento fresco, que conduce a tantos y desde tantos flancos ideológicos, a promover la anulación del voto, convertirlo en una corriente de acciones ciudadanas de largo aliento que devuelvan la majestad al quehacer político, transformar el debate sobre qué hacer con la boleta en un debate de cómo cambiar el país es, me parece, la más urgente de las tareas. Este 6 de julio no debe ser sino el punto de arranque de la misma.
El fantasma del autoritarismo ronda el país; su instalación entre nosotros pasa, necesariamente, por el descrédito y la descalificación total y absoluta de los protagonistas; candidatos, partidos y autoridades de los procesos electorales. Ciertamente la clase política, salvo honrosas y contadas excepciones que también las hay, se ha ganado a pulso el desprecio popular pero, no debemos ser ingenuos, en esa dirección, en la de propagar el descrédito a rajatabla de la política y los políticos, han trabajado también, porque así conviene a sus intereses y no a los de la ciudadanía, los poderes fácticos y entre ellos con brutal eficacia y enorme perseverancia en su labor de zapa; la televisión.
Debemos estar conscientes de que hay, en este país, donde con tanta frecuencia la televisión privada cae en la tentación de interpretar y suplantar la voluntad popular, el peligro real e inminente de que una iniciativa cívica de rechazo a los partidos en las urnas, pueda ser utilizada para dar la puntilla al sistema democrático. Estemos atentos pues de no ayudar a otros en la demolición de lo que queda en pie de las instituciones
Que se suiciden los partidos si quieren pero que no nos arrastren con ellos. Acusar el deterioro de la clase política, hacerlo evidente, combatirlo con acciones ciudadanas no puede ni debe significar tampoco y para no hacerle el juego a nadie, renunciar a la política y extender entonces patente de corso a charlatanes y dictadores en ciernes.
Comparto la indignación ciudadana ante las insulsas campañas políticas. Me ofende esa interminable sucesión de rostros que desde los postes y anuncios espectaculares repiten sonrisas y lugares comunes. Publicistas y mercadólogos, ante la sumisión y obediencia supina de dirigentes y candidatos de todos los partidos, han transformado el debate sobre el rumbo del país en una competencia comercial de la más baja estirpe. No hay propuestas, ni ideas, sólo slogans y muy desafortunadas puestas en escena. Los candidatos son productos; los electores compradores potenciales a los que se pretende conquistar pulsando sus más primitivos instintos. Esta miseria que nos ahoga no justifica, sin embargo, la campaña televisiva contra la propaganda política. Los ciudadanos tenemos derecho a saber por quién votar, a conocer sus ideas –en el caso de que las haya claro– los concesionarios, aunque les pese, tienen la obligación de poner los tiempos de trasmisión, que no son suyos, al servicio de la sociedad.
Votar para joder, como propone Jairo y actuar, de la mano con otros, para cambiar el país es mi propósito. Que valga la pena votar y que nunca más nadie se atreva a no respetar el voto, ni menos a traicionarlo cuando gracias a él llegue al poder, esa es mi aspiración y también, como el suyo querido lector, mi derecho.
http://elcancerberodeulises.blogspot.com/
El profundo desprestigio del quehacer político, el desfondamiento moral de los partidos, la ola de frustración y desencanto generalizado ante un sistema democrático que naufraga en la corrupción, la impunidad y la ineficiencia, pueden conducirnos –democracia que no entrega resultados no sirve para nada dice Felipe González– a la debacle. Es importante y urgente, si queremos preservar la paz, emprender un trabajo de transformación y rescate, desde la sociedad, de nuestra democracia. Es imperativo también hacer que esta democracia funcione y genere, en un clima de justicia y libertad, bienestar y seguridad para las mayorías empobrecidas. Hay poco tiempo para lograrlo. Esa tarea, hoy está más claro que nunca, corresponde a los ciudadanos y va mucho más allá de tachar con una leyenda, no importa que tan incendiaria o razonable sea esta, la boleta electoral.
Rescatar ese impulso vital, ese viento fresco, que conduce a tantos y desde tantos flancos ideológicos, a promover la anulación del voto, convertirlo en una corriente de acciones ciudadanas de largo aliento que devuelvan la majestad al quehacer político, transformar el debate sobre qué hacer con la boleta en un debate de cómo cambiar el país es, me parece, la más urgente de las tareas. Este 6 de julio no debe ser sino el punto de arranque de la misma.
El fantasma del autoritarismo ronda el país; su instalación entre nosotros pasa, necesariamente, por el descrédito y la descalificación total y absoluta de los protagonistas; candidatos, partidos y autoridades de los procesos electorales. Ciertamente la clase política, salvo honrosas y contadas excepciones que también las hay, se ha ganado a pulso el desprecio popular pero, no debemos ser ingenuos, en esa dirección, en la de propagar el descrédito a rajatabla de la política y los políticos, han trabajado también, porque así conviene a sus intereses y no a los de la ciudadanía, los poderes fácticos y entre ellos con brutal eficacia y enorme perseverancia en su labor de zapa; la televisión.
Debemos estar conscientes de que hay, en este país, donde con tanta frecuencia la televisión privada cae en la tentación de interpretar y suplantar la voluntad popular, el peligro real e inminente de que una iniciativa cívica de rechazo a los partidos en las urnas, pueda ser utilizada para dar la puntilla al sistema democrático. Estemos atentos pues de no ayudar a otros en la demolición de lo que queda en pie de las instituciones
Que se suiciden los partidos si quieren pero que no nos arrastren con ellos. Acusar el deterioro de la clase política, hacerlo evidente, combatirlo con acciones ciudadanas no puede ni debe significar tampoco y para no hacerle el juego a nadie, renunciar a la política y extender entonces patente de corso a charlatanes y dictadores en ciernes.
Comparto la indignación ciudadana ante las insulsas campañas políticas. Me ofende esa interminable sucesión de rostros que desde los postes y anuncios espectaculares repiten sonrisas y lugares comunes. Publicistas y mercadólogos, ante la sumisión y obediencia supina de dirigentes y candidatos de todos los partidos, han transformado el debate sobre el rumbo del país en una competencia comercial de la más baja estirpe. No hay propuestas, ni ideas, sólo slogans y muy desafortunadas puestas en escena. Los candidatos son productos; los electores compradores potenciales a los que se pretende conquistar pulsando sus más primitivos instintos. Esta miseria que nos ahoga no justifica, sin embargo, la campaña televisiva contra la propaganda política. Los ciudadanos tenemos derecho a saber por quién votar, a conocer sus ideas –en el caso de que las haya claro– los concesionarios, aunque les pese, tienen la obligación de poner los tiempos de trasmisión, que no son suyos, al servicio de la sociedad.
Votar para joder, como propone Jairo y actuar, de la mano con otros, para cambiar el país es mi propósito. Que valga la pena votar y que nunca más nadie se atreva a no respetar el voto, ni menos a traicionarlo cuando gracias a él llegue al poder, esa es mi aspiración y también, como el suyo querido lector, mi derecho.
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eibarra@milenio.com
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