Infame voracidad de la rutina. Todo lo absorbe, todo lo mastica, todo lo arrasa. Hasta la tragedia más dolorosa es disuelta por la inercia de los hábitos. El escándalo es callado por otro escándalo. La tragedia se diluye entre eventos, murmullos, y otras distracciones. La indignación se desplazará a otras zonas. El olvido, que nunca alcanzará a los dolientes, llegará muy pronto a eso que llamamos “opinión pública.” Cuarenta y cinco bebés y niños muertos, asfixiados en el lugar donde debían ser cuidados. De nuevo, una institución pública, en el núcleo de lo inadmisible. El Instituto Mexicano del Seguro Social, teniendo a su cargo la protección de las vidas más delicadas preparó, con su negligencia, la desgracia.
El desenlace de la irresponsabilidad se anunció de inmediato. Lo proclamó la conocida floritura de lugares comunes. Se nos dice que las instituciones no son tapadera; que se llegará a las últimas consecuencias, que no hay privilegios para nadie, que habrá que hacer una investigación a fondo. Todo lo que hemos oído desde siempre. El conocido prólogo de la indolencia. Lo que no vemos, lo que no conocemos es el gesto de quien asume a plenitud la responsabilidad política.
Ante el escándalo, un extraño celo jurídico se apodera de las figuras públicas. El caso debe ser procesado por las instancias competentes, respetando los plazos legales, a partir de pruebas sólidas. Todo está muy bien y, en efecto, debe acatarse la ley escrupulosamente para identificar delito, delincuente y pena. Lo que no se asoma por ningún lado es el criterio de la responsabilidad política que es muy distinto al de la responsabilidad legal. No se trata solamente de buscar culpables, es necesario ubicar también a los responsables. El Instituto Mexicano del Seguro Social tenía bajo su responsabilidad verificar que las guarderías tuvieran las condiciones de seguridad indispensables. El IMSS tiene un director. Nadie podría decir que es culpable de lo que sucedió en Hermosillo pero, como cabeza del Instituto, debe asumir la responsabilidad de lo que los integrantes del órgano que dirige hagan o dejen de hacer. La pauta de la responsabilidad política no pretende castigar a un culpable ni resarcir el daño que se ha causado. Su sentido es distinto pero crucial para el funcionamiento de un régimen de confianza. Más allá de las reglas y los procedimientos legales, los actores políticos y los servidores públicos deben pagar por las consecuencias de sus descuidos.
Pero la tragedia no nos cayó del otro mundo de la política. Tampoco proviene de un perverso modelo económico. La tragedia de Hermosillo es muy nuestra, muy propia. No solamente nos lastima: nos describe. Esta desgracia que se suma a nuestra cuenta diaria de abominaciones, es indicación de la profundidad de nuestra crisis. Hay, desde luego, una crisis política seria: un pluralismo atascado. Hay una crisis económica severa: décadas sin crecer lo necesario. Pero hay una crisis más honda, más extensa; una crisis que escurre los casilleros: una crisis nacional de la que el incendio parece síntoma. El México que no sabe a dónde va es grava para el desastre. En guarderías y en cárceles; en las calles y en los congresos, en las escuelas y en los hospitales se propaga cotidianamente la desgracia. Algunas son estruendosas, otras silenciosa. Algunas son sangrientas, otras mudas. Todas gravísimas. Cada evento sobre el que posamos nuestra atención revela una inmensa mina de “irregularidades.” El permiso falso, el certificado apócrifo, la licencia vencida, el material prohibido, la plaza heredada. Rascar la superficie de México es palpar la cantera de la farsa. La simulación, que ha sido el verdadero contrato nacional, nos entrega sus resultados. Dormimos en la cama de la tragedia. Su madera está apolillada, las cobijas son combustible, el suelo en el que se asienta, un precipicio. Si dormimos es porque estamos dispuestos a cerrar los ojos.
La nación de los simulacros parece ya inmanejable. Hablo de nación porque no me refiero solamente a la política de la simulación: hablo de una sociedad del falseamiento: una comunidad que encuentra fraternidad en el encubrimiento. La ley, la inspección, el reglamento son vistos como entidades ajenas, imposiciones arbitrarias que lo obstaculizan todo. El favor, la benévola desidia, la fiscalización ciega son, por el contrario, formas de cordialidad profunda y socialmente santificada. El inspector que no aplica estrictamente su reglamento se vuelve así, un salvador comprensivo ante la incumplible ley que nadie considera realmente obligatoria. La circular está hecha para ser publicada, no para ser acatada. Si se le hiciera caso—se piensa—no habría escuela en pie, ni clínica funcionando. La burla de la ley como astucia colectiva, como crema que suaviza las tensiones, como prudencia pacificadora, como atajo de eficiencia se evidencia criminal.
Tomado de: http://blogjesussilvaherzogm.typepad.com/
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