El Universal/8 de junio de 2009
En estos días de hastío, vapuleado como la gran mayoría de mis compatriotas por la necia y desafinada descarga de mensajes electoreros, mi memoria ha sido varias veces visitada por el señor Miguel de Cervantes Saavedra. No trae bajo el brazo su monumental Quijote, sino uno de sus más ácidos entremeses: El retablo de las maravillas.
Aquel que trata de un grupo de taimados, aduladores y cándidos que coinciden —cada cual por sus propios intereses— en la cómica telaraña de un mismo embuste. Comienza con la historia de un sabio, cuya fama le corría desde la barba hasta la cintura, de nombre Tontonelo.
Entre sus hazañas, este señor confeccionó un retablo que sólo podía ser visto por personas poseedoras de cualidades muy especiales: hijos legítimos de padre y madre en cuyas venas corría vieja sangre cristiana. En revancha, judíos, moros y bastardos sólo mirarían en este artefacto un lienzo en blanco.
Los taimados hacedores de la broma logran conducir a un pueblo entero —incluidas las autoridades— a festejar los trazos, personajes, colores y figuras del inexistente retablo. Nadie preocupado por la realidad estuvo dispuesto a reclamar la mentira por temor a despertar sospechas sobre la pureza de su ascendencia, y por tanto, sobre su reputación.
La mascarada concluye cuando un jefe militar extranjero visita a la comunidad engañada y declara, con toda convicción, no ver nada de lo presumido por sus anfitriones. Los burladores reaccionan mofándose del hereje y este entremés cervantino concluye de la única manera como podía hacerlo: a palos.
De taimados y aduladores pareciera también la manufactura de los personajes involucrados en el actual reparto electoral mexicano. Al igual que Chirinos y Chanfalla hacen en El retablo, los diseñadores de las actuales campañas han puesto lo mejor de su ingenio al servicio de la farsa, han colocado lo superfluo por encima de lo importante y, sobre todo, han privilegiado sus rocambolescas ocurrencias sobre toda idea relevante.
Sospechoso es que las plataformas electorales hayan permanecido meticulosamente fuera de la discusión pública. Sea porque no contienen nada digno de llamar la atención, o porque normalmente nadie vuelve a hojearlas una vez concluidos los comicios, el hecho es que las agendas legislativas propuestas por los partidos se han convertido en el tema más despreciado del momento.
Curiosa también es la total ausencia de debate electoral. Mientras Germán Martínez dice que él “no habla con las Paredes,” el partido que lleva seis puntos de delantera prefiere no manchar su largo y espinoso plumaje en ociosas discusiones con sus adversarios. Mientras tanto, Jesús Ortega, del PRD, busca cómo colarse en la confrontación con el solo propósito de demostrar que su partido ha cambiado; ahora resulta que los perredistas sí disfrutan de los debates.
Mientras tanto, el lienzo de la disputa se presenta muy abundante en relieves anodinos y sin importancia: ¿Cuál es el partido de los buenos ciudadanos? ¿Cuál el menos corrupto? ¿Cuál el que tiene mejor actitud? ¿Cuál el que ha dejado atrás los malos modos? ¿Cuál el menos broncudo?
Siendo la realidad tan complicada, es muy enojoso que nos traten a los votantes cual cándidos personajes de Cervantes. Ya decía el cínico Napoleón Bonaparte que “la historia no es sino una fábula aceptada por todos,” pero a estas alturas no estamos los mexicanos como para tragarnos tanto cuento.
Son muchos los que se han lanzado en severa crítica contra quienes se atreven a desafiar la existencia de las maravillas de nuestro retablo electoral. Herejes de la democracia son llamados, por ejemplo, aquellos que proponen acudir a la casilla, mostrar su credencial de elector, sellar de negro su dedo pulgar, llevar la boleta a las urnas y votar en contra de todas las opciones.
Algo de razón han de tener estos analistas cuando ponderan que tal acto de rebeldía contra la pobreza y la superficialidad del actual sistema de partidos no podría ser aquilatado en toda su dimensión. Esto se debe a que, quien habría luego de sumar los votos, el IFE, no incluyó en su día las herramientas para reportar cabalmente el fenómeno.
Sin embargo, el solo hecho de que un reclamo generalizado se esté manifestando bajo la forma de un movimiento a favor del voto nulo, basta para concluir que el sistema de representación actual no está funcionando. Es un mensaje nítido dirigido hacia los taimados y aduladores, de parte de quienes han decidido abandonar el papel de cándidos y burlados. Oportuno aviso, quizá, para evitar la llegada al episodio final de los palos.
Analista político
Aquel que trata de un grupo de taimados, aduladores y cándidos que coinciden —cada cual por sus propios intereses— en la cómica telaraña de un mismo embuste. Comienza con la historia de un sabio, cuya fama le corría desde la barba hasta la cintura, de nombre Tontonelo.
Entre sus hazañas, este señor confeccionó un retablo que sólo podía ser visto por personas poseedoras de cualidades muy especiales: hijos legítimos de padre y madre en cuyas venas corría vieja sangre cristiana. En revancha, judíos, moros y bastardos sólo mirarían en este artefacto un lienzo en blanco.
Los taimados hacedores de la broma logran conducir a un pueblo entero —incluidas las autoridades— a festejar los trazos, personajes, colores y figuras del inexistente retablo. Nadie preocupado por la realidad estuvo dispuesto a reclamar la mentira por temor a despertar sospechas sobre la pureza de su ascendencia, y por tanto, sobre su reputación.
La mascarada concluye cuando un jefe militar extranjero visita a la comunidad engañada y declara, con toda convicción, no ver nada de lo presumido por sus anfitriones. Los burladores reaccionan mofándose del hereje y este entremés cervantino concluye de la única manera como podía hacerlo: a palos.
De taimados y aduladores pareciera también la manufactura de los personajes involucrados en el actual reparto electoral mexicano. Al igual que Chirinos y Chanfalla hacen en El retablo, los diseñadores de las actuales campañas han puesto lo mejor de su ingenio al servicio de la farsa, han colocado lo superfluo por encima de lo importante y, sobre todo, han privilegiado sus rocambolescas ocurrencias sobre toda idea relevante.
Sospechoso es que las plataformas electorales hayan permanecido meticulosamente fuera de la discusión pública. Sea porque no contienen nada digno de llamar la atención, o porque normalmente nadie vuelve a hojearlas una vez concluidos los comicios, el hecho es que las agendas legislativas propuestas por los partidos se han convertido en el tema más despreciado del momento.
Curiosa también es la total ausencia de debate electoral. Mientras Germán Martínez dice que él “no habla con las Paredes,” el partido que lleva seis puntos de delantera prefiere no manchar su largo y espinoso plumaje en ociosas discusiones con sus adversarios. Mientras tanto, Jesús Ortega, del PRD, busca cómo colarse en la confrontación con el solo propósito de demostrar que su partido ha cambiado; ahora resulta que los perredistas sí disfrutan de los debates.
Mientras tanto, el lienzo de la disputa se presenta muy abundante en relieves anodinos y sin importancia: ¿Cuál es el partido de los buenos ciudadanos? ¿Cuál el menos corrupto? ¿Cuál el que tiene mejor actitud? ¿Cuál el que ha dejado atrás los malos modos? ¿Cuál el menos broncudo?
Siendo la realidad tan complicada, es muy enojoso que nos traten a los votantes cual cándidos personajes de Cervantes. Ya decía el cínico Napoleón Bonaparte que “la historia no es sino una fábula aceptada por todos,” pero a estas alturas no estamos los mexicanos como para tragarnos tanto cuento.
Son muchos los que se han lanzado en severa crítica contra quienes se atreven a desafiar la existencia de las maravillas de nuestro retablo electoral. Herejes de la democracia son llamados, por ejemplo, aquellos que proponen acudir a la casilla, mostrar su credencial de elector, sellar de negro su dedo pulgar, llevar la boleta a las urnas y votar en contra de todas las opciones.
Algo de razón han de tener estos analistas cuando ponderan que tal acto de rebeldía contra la pobreza y la superficialidad del actual sistema de partidos no podría ser aquilatado en toda su dimensión. Esto se debe a que, quien habría luego de sumar los votos, el IFE, no incluyó en su día las herramientas para reportar cabalmente el fenómeno.
Sin embargo, el solo hecho de que un reclamo generalizado se esté manifestando bajo la forma de un movimiento a favor del voto nulo, basta para concluir que el sistema de representación actual no está funcionando. Es un mensaje nítido dirigido hacia los taimados y aduladores, de parte de quienes han decidido abandonar el papel de cándidos y burlados. Oportuno aviso, quizá, para evitar la llegada al episodio final de los palos.
Analista político
No hay comentarios:
Publicar un comentario