El Universal/7 de junio de 2009
Cuando el presidente Calderón nombró como secretario de Educación Pública a Alonso Lujambio, se puso sobre la mesa una cuestión que hace rato viene dividiendo a la sociedad mexicana: si los funcionarios son mejores cuando han egresado de universidades públicas o de instituciones privadas.
Los gobiernos de Fox y de Calderón han apostado por la segunda opción y así han formado sus gabinetes. Pero en los correos electrónicos que recibo y en las cartas que leo en las secciones de correspondencia de los diarios, siempre se dice, de manera directa o indirecta, que quien estudió en las escuelas privadas es alguien que no ama al país y no puede amarlo. Este es un ejemplo de una carta que me envió una lectora: “Aterra que este país esté en manos de los egresados de las universidades privadas, por ese desapego que tienen a las necesidades sociales del país”.
Hasta el último sexenio del siglo XX, la universidad pública fue la piedra sobre la que se fundaba la carrera de los políticos y funcionarios. La razón de esto era en parte por el prestigio de instituciones como la UNAM, y en parte porque era allí y era así que se establecían las redes sociales necesarias para “colocarse”.
Esto cambió en el último cuarto del siglo pasado, cuando el neoliberalismo puso de moda (¿o sería al revés y fue la moda la que puso al neoliberalismo?) que quien quisiera tener un puesto en la administración pública debería ir a estudiar a Estados Unidos.
El proceso se acompañó con otro concomitante que consistió en devaluar de manera consciente y decidida a la universidad pública. Tal vez porque en ella había activismo político, quizá porque a ella podían acudir personas de todas las clases sociales, o puede ser que se debiera a su perenne vocación crítica, el hecho es que tanto en el gobierno como en las empresas se empezó a considerar que ser egresado de la UNAM no servía y que serlo de la Ibero, del ITAM, de La Salle, del Tec o de la Libre de Derecho era lo mejor. Atrás quedaba el valor asignado a un posgrado en Francia o Inglaterra para aprender sobre cuestiones sociales, historia o filosofía para dejar paso a la idea de que lo significativo era haber estudiado en Estados Unidos en alguna de las áreas de economía, administración pública o derecho.
Pero la realidad, que es muy terca, ha decidido no apegarse a estos criterios y dejar que florezca el talento donde lo haya, por lo cual resulta que hay egresados de universidades privadas y de universidades públicas que la han hecho y la hacen muy bien.
Entonces, es evidente que lo que habría que cambiar son los prejuicios. El juicio del mejor o peor desempeño de alguien como funcionario, político, artista, profesor, intelectual o creador no se puede hacer antes del desempeño, ni en función de criterios como el color de piel, el lugar de nacimiento o el sitio donde estudió.
Pero allí está el problema, porque una forma de ser característica de la cultura mexicana es la que gusta de separar a un “ellos” de un “nosotros”, esquema en el cual ellos son los malos y nosotros somos los buenos de la película. Se considera que ellos representan los intereses particulares y nosotros los generales, ellos son los que le hacen daño al país y nosotros los que queremos salvarlo y así hasta el infinito.
Nuestros políticos se han encargado de atizar el fuego de esta manera de ser, estableciendo una división entre quienes apoyan a su gobierno o a su causa y quienes lo critican, y hasta excluyendo del colectivo a estos últimos, como si por decreto alguien pudiera dejar de formar parte del todo.
Y en esa división, quienes tienen dinero para pagar por una educación privada son acusados, porque en la ideología nacional los ricos son siempre los malos (aunque todos quisieran serlo) y los pobres son siempre los buenos.
¡Tanta lucha por la igualdad y la democracia para luego acabar en una inversión simple que devalúa hoy a los blancos como ayer a los negros, hoy a los ricos como ayer a los pobres, hoy a los catrines como ayer a los indios, hoy a los de las universidades públicas como ayer a las de las privadas!
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
Los gobiernos de Fox y de Calderón han apostado por la segunda opción y así han formado sus gabinetes. Pero en los correos electrónicos que recibo y en las cartas que leo en las secciones de correspondencia de los diarios, siempre se dice, de manera directa o indirecta, que quien estudió en las escuelas privadas es alguien que no ama al país y no puede amarlo. Este es un ejemplo de una carta que me envió una lectora: “Aterra que este país esté en manos de los egresados de las universidades privadas, por ese desapego que tienen a las necesidades sociales del país”.
Hasta el último sexenio del siglo XX, la universidad pública fue la piedra sobre la que se fundaba la carrera de los políticos y funcionarios. La razón de esto era en parte por el prestigio de instituciones como la UNAM, y en parte porque era allí y era así que se establecían las redes sociales necesarias para “colocarse”.
Esto cambió en el último cuarto del siglo pasado, cuando el neoliberalismo puso de moda (¿o sería al revés y fue la moda la que puso al neoliberalismo?) que quien quisiera tener un puesto en la administración pública debería ir a estudiar a Estados Unidos.
El proceso se acompañó con otro concomitante que consistió en devaluar de manera consciente y decidida a la universidad pública. Tal vez porque en ella había activismo político, quizá porque a ella podían acudir personas de todas las clases sociales, o puede ser que se debiera a su perenne vocación crítica, el hecho es que tanto en el gobierno como en las empresas se empezó a considerar que ser egresado de la UNAM no servía y que serlo de la Ibero, del ITAM, de La Salle, del Tec o de la Libre de Derecho era lo mejor. Atrás quedaba el valor asignado a un posgrado en Francia o Inglaterra para aprender sobre cuestiones sociales, historia o filosofía para dejar paso a la idea de que lo significativo era haber estudiado en Estados Unidos en alguna de las áreas de economía, administración pública o derecho.
Pero la realidad, que es muy terca, ha decidido no apegarse a estos criterios y dejar que florezca el talento donde lo haya, por lo cual resulta que hay egresados de universidades privadas y de universidades públicas que la han hecho y la hacen muy bien.
Entonces, es evidente que lo que habría que cambiar son los prejuicios. El juicio del mejor o peor desempeño de alguien como funcionario, político, artista, profesor, intelectual o creador no se puede hacer antes del desempeño, ni en función de criterios como el color de piel, el lugar de nacimiento o el sitio donde estudió.
Pero allí está el problema, porque una forma de ser característica de la cultura mexicana es la que gusta de separar a un “ellos” de un “nosotros”, esquema en el cual ellos son los malos y nosotros somos los buenos de la película. Se considera que ellos representan los intereses particulares y nosotros los generales, ellos son los que le hacen daño al país y nosotros los que queremos salvarlo y así hasta el infinito.
Nuestros políticos se han encargado de atizar el fuego de esta manera de ser, estableciendo una división entre quienes apoyan a su gobierno o a su causa y quienes lo critican, y hasta excluyendo del colectivo a estos últimos, como si por decreto alguien pudiera dejar de formar parte del todo.
Y en esa división, quienes tienen dinero para pagar por una educación privada son acusados, porque en la ideología nacional los ricos son siempre los malos (aunque todos quisieran serlo) y los pobres son siempre los buenos.
¡Tanta lucha por la igualdad y la democracia para luego acabar en una inversión simple que devalúa hoy a los blancos como ayer a los negros, hoy a los ricos como ayer a los pobres, hoy a los catrines como ayer a los indios, hoy a los de las universidades públicas como ayer a las de las privadas!
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
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