lunes, 21 de junio de 2010

El Monsiváis de cada quien


Roberto Rock
El Universal/21 de junio de 2010

Su firma en la sección de Opinión de EL UNIVERSAL ocupó un espacio propio a partir de 1994, durante la renovación que dotó a ese ámbito la gestión de Luis Javier Solana, portador de una visión según la cual la pluralidad de México había dejado de estar en las siglas partidistas y se había depositado en múltiples voces.


En estos más de tres lustros los periodistas del diario con mayor veteranía de la ciudad conocieron a un Monsiváis que, de vivir hoy, hubiera reído de muchos de los elogios pronunciados oficialmente en su memoria, si bien se mostraría apenado ante la conmoción auténtica de su familia y de sus amigos verdaderos, como Elena, Cheli y Sabina, Jenaro o Rolando.

Si no hay ajustes de última hora, esta noche debe trasmitirse en la serie “Discutamos México”, un capítulo pregrabado en el que Carlos moderó una conversación sobre una de sus grandes pasiones: la cuidad de México. De esa debilidad, que lo arrastraba a presenciar y dar cuenta de cuanto marcara la vida de la metrópoli, se beneficiarían sus editores, colegas y lectores.


Nació en La Merced, como Jacobo Zabludovsky, como Carlos Slim. Con ambos mantenía frecuente trato, igual que con decenas más de personajes públicos, del más diverso signo; entre ellos, los hermanos Salinas, especialmente Raúl, el eterno hermano incómodo, de cuya descomposición Monsiváis hablaba con palabras duras pero pesarosas.


De sus nexos con hombres del poder siempre salió no sólo sin manchas en el plumaje sino también sin un peso más en los bolsillos. Cuando encaraba algún apremio económico —como en los últimos años, para aumentar sus colecciones de cultura popular—, la única solución que encontraba era trabajar más, iniciar un nuevo libro, solicitar mayores espacios para sus textos.


Hospitalizado desde abril, su familia refiere que pedía a su sobrina Beatriz llevarlo de regreso a casa, en la calle de San Simón, en la Portales, donde tenía tanto trabajo pendiente.


En la redacción del diario, para nosotros, siempre aprendices, “Monsi” —como le llamaban incluso los que no le conocían— deslumbraba por su capacidad de trabajo, por la disposición a compartir su conocimiento, por la actitud para acudir a un evento de altos vuelos culturales o para llegar a bordo de una motocicleta al Foro Sol y perderse entre la multitud que escuchaba al papa Wojtyla. Y todo lo refería en la prosa puntual, del cronista puntilloso, diestro, acaso el mejor que haya dado México en el último medio siglo.


Forjado entre pentecosteses —podía citar amplios pasajes de la Biblia—, reportaba haberse alejado tempranamente de la fe. Militante comunista en la época de la uniformidad estalinista, practicó su ideología con una distancia crítica que condimentaba con ese sarcasmo que muchos admiraron y otros temieron e incluso odiaron.


En junio de 2004 aceptó la encomienda del periódico para cubrir la marcha en la que cientos de miles de personas vestidas de blanco marcharon por la ciudad para hacer un silencioso repudio contra la violencia, a lo que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador respondió con acusaciones de “manipulación de la derecha”. Esa noche, Monsiváis redactó una luminosa crónica cuyas primeras palabras expresaban una clara condena contra la postura del gobierno capitalino y consignaban el inicio de una ruptura entre el político tabasqueño y un segmento clave de la sociedad.


De tanto en tanto, los periodistas de casa lo encontraban en alguna sala dándoles consejos para mejorar sus crónicas, en cursillos que organizaban Óscar Hinojosa y Alejandro Toledo, o en algún pasillo elogiando a La familia Burrón o rememorando un duelo con Miguel Ángel Granados Chapa para determinar quién podía cantar, completas, más piezas del viejo cancionero mexicano.


Como en todos sus afectos, el que sostenía por el diario lo ejercía en el filo de una crítica solidaria e inteligente. Sus propuestas en materia de periodismo cultural devinieron en el suplemento Confabulario, que condujo Héctor de Mauleón.


Observador implacable, acompañaba de lejos las batallas de sus amigos. Y cuando las trincheras se apagaban y los ciclos se cerraban, siempre tuvo a la mano un comentario amable y el regalo que curaba toda herida; desde luego, un libro.


Ese fue nuestro otro Monsiváis.

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