martes, 22 de junio de 2010

Monsi, el señor de la risa


José Blanco
La Jornada/22 de junio de 2010

El torrente de virtudes sin fin, la bondad humana personificada en su modo de ver el mundo, la austeridad como modo de vida, la honradez intelectual a toda prueba, la integridad moral como de roca, el respeto medroso que sus peores enemigos le tienen y le continuarán teniendo, el inmenso cariño y simpatía de tantos intelectuales mexicanos y extranjeros, la amistad, el apego y hasta la devoción que le guardan grandes franjas del pueblo mexicano, lo hicieron un ser irrepetible.

Todo quizá se ha dicho ya sobre este muy extraño ejemplar humano, pero para quienes estamos tan tristes con su partida, nos es imposible dejar de decir algo; eso es, al menos, lo que me ocurre.

Lo conocí en 1969 en un brevísimo encuentro en un jardín del antiguo edificio de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, en el que me explicó con enorme suavidad y calidez, cómo se hacía una reflexión periodística. Desde entonces tuve el privilegio de su amistad y su simpatía y guardo diáfano el recuerdo del instante de aquel día de 1969.

Siempre me maravilló su capacidad de poder comenzar a reír con alguien de la interminable lista de sus afectos, que expresa o casualmente encontraba, antes de pronunciar palabra alguna. Monsi era el señor y el dueño de la risa, quizá el más humano de los sentimientos de los hombres. Era también el dueño de la risa de los demás. ¡Cuántos sentimientos de calidez, de simpatía, de amor, de buena voluntad, de felicidad, de inteligencia, de maravillosa humanidad, puede haber en la risa!; así era la risa de Monsi, así era la risa que provocaba en los demás. Le era suficiente aparecer, estar, para que los demás estuviéramos ya con nuestra risa dentro, difícilmente contenida, y con total seguridad que en cualquier momento estallaría. Ese poder increíble quizá sea el recuerdo mayor que guarde en mi memoria, al lado de todos los encantamientos que creaba vertiginosamente donde quiera que estuviera.

Digo todo eso, pero nunca me sentí tan marchito de palabras. Qué difícil despedir a un ser tan singular. Le debe México tanto que no terminará nunca de agradecérselo con ningún tributo. ¿Quién hará el recuento justo de todo lo que nos desveló? A lo largo de su vida aparecieron una y otra vez realidades mexicanas que ahí estaban para todos pero que no sabíamos nombrar. Monsiváis lo hizo. Lo mismo injusticias sociales sin fin que en este México se renuevan sin freno, que costumbres de una cultura interminable que no cesa de inventar mundos sin par. Ojalá alguien tenga el genio para hacer ese recuento.
Poseedor del mágico don de la ubicuidad, pudo ser testigo presencial de todo cuanto en México importa a las mayorías, o a la cultura. Todo lo que vio y oyó lo nombró de una manera inconfundible, monsivasianamente: los desenfrenos de los políticos; las definiciones más precisas de las vilezas a las que puede llegar el poder; el kitsch de los nuevos y de los viejos ricos; el kitsch particular del arte popular por ahora lleno de calacas y máscaras de lucha libre, las peculiaridades de los ardores del amor despechado del mexicano; los ombligos que aún penden de nuestras panzas resistiéndose a caer; las palabras amorosas con que Agustín Lara cantó a las putas; la defensa firme de las preferencias sexuales de todo mundo; la gozosa diversión con las rumberas; los oxímoron inacabables de los boleros; sus contradicciones abiertas y chillonas; los jóvenes poetas, la artesanía infinita de las manos mexicanas; el cine, acaso su gozo supremo; su defensa a ultranza del resto de los seres vivos. ¡Cuántas cosas fueron descubiertas en ¡Por mi madre, bohemios!; ¡Y cuántas realidades nuestras permanecerán entre nosotros, sin ser vistas porque no estará Monsi para verlas y nombrarlas!

¿Quién no desvelará cuántas fibras mexicanas se agitan en Amor perdido? ¿Cuántos amigos de Monsi le oyeron decir que su canción favorita era Franqueza, de Consuelo Velázquez? ¿Quién nos recordará los parlamentos de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman y la profundidad de sus actuaciones en Casa Blanca? ¿Quién podría descubrirnos que el inventor del norteño de México fue El Piporro? ¿Quién preguntará: “¿de qué se ríe, licenciado?”?

Monsi, la risa será para muchos de tus amigos y tus seguidores, nuestro mayor recuerdo de ti y parte de un optimismo que hoy como nunca nos es menester como el aire que te faltaba; tu honestidad intelectual, el ejemplo más implacable; tus gatos, nuestro misterio (o el mío).

La pérdida de Monsiváis es una gran pérdida para México, porque le faltará quien continúe viendo escenas de pudor y liviandad, escenas de horror y de vileza que hoy vivimos, escenas de latrocinios y bajezas, para que las tradujera a palabras singulares; pero también escenas de gozo o ridiculez, para morirnos de risa. No es extraño que El País viera que,“con su muerte, el escritor mexicano Carlos Monsiváis ha obrado una más de sus singulares hazañas: un ecléctico velorio”. Nadie ha podido no estar en tu partida, querido Monsi.

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