Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada/10 de junio de 2010
He vivido y visto lo suficiente como para saber que detrás de la represión en Cananea subyace el viejo aliento depredador de las clases dominantes mexicanas, sus temores atávicos ante todo aquello que no pueden controlar o no les beneficia en el bolsillo. Es una actitud objetiva, estructural, pero también una elección moral de corte paternalista o de plano autoritaria. Mi generación nace a la izquierda conmocionada por dos grandes acontecimientos de naturaleza muy diferente: la revolución cubana del 1º de enero de 1959 y el último coletazo de las luchas de clase emprendidas por los maestros, los telefonistas, petroleros, electricistas y, sobre todo, los ferroviarios, cuya gesta insurgente aplastada con inaudita ferocidad marcaría los años 60 mexicanos, en particular la movilización ciudadana por las libertades públicas que alcanza en 1968 el punto de no retorno en el horizonte de la transformación democrática. Vimos entonces cómo se daban la mano la histeria derechista de la Iglesia católica y el gobierno dispuesto a sacrificar, en nombre de la estabilidad y el desarrollo, el renacimiento tormentoso de la conciencia obrera, subyugada por la corrupción impuesta como política de Estado mediante el llamado charrismo sindical. Nos tocó, más adelante, ser testigos de la increíble ferocidad de la alta burocracia revolucionaria para someter a los médicos que reclamaban espacios, reconocimientos y voz en la sanidad pública, como antes lo habían intentado los maestros comandados por Othón Salazar. Calumniados por la prensa servil al poder (que era casi toda la prensa del país), sus líderes, como antes Demetrio Vallejo, Valentín Campa y muchos más padecieron cárcel sin que la sociedad creada por el capitalismo emergente, gracias a los negocios público/privados, dudara del imperio del derecho, que es la gran burla de los poderosos ante la injusticia de carne y hueso, tangible. La autocomplacencia mediática comenzaba a llenar los vacíos del discurso oficial recreando en las pantallas un México de ficción, impetuoso, folclórico y a la vez “moderno”. Por eso, la irrupción desde la nada, o eso creían los teóricos de la conjura, de un movimiento estudiantil de masas que alza entre sus reivindicaciones básicas la libertad de los presos políticos, pues eso justamente eran los dirigentes sociales recluidos en Lecumberri, sacude el principio de autoridad encarnado en la voluntad todopoderosa e incuestionable del presidente de la República.
El fin del llamado “milagro mexicano”, la crisis económica e institucional que en el 68 hace realidad visible cuáles son los límites insuperables de un régimen sustentado en el corporativismo, formalmente apoyado por una alianza con las masas trabajadoras, pero incapaz de poner al día el programa de reformas sociales y democráticas que la Constitución y el legado de la Revolución Mexicana había puesto en sus manos. Entre el charrismo y el sindicalismo blanco patronal, la clase obrera, o mejor dicho, las camarillas corruptas que la jinetean, obtendría apenas unas migajas del gran negocio llamado México, contrariando leyes, historia, sentido común.
El estallido de la llamada “insurgencia sindical” en los años 70 puso a prueba los mecanismos de control de la fuerza de trabajo que en el pasado habían permitido la expansión económica pero también la cristalización de los privilegios fiscales de una burguesía voraz, carente en lo absoluto de sensibilidad social y dispuesta a subvertir el orden así fuera mediante la prédica ideológica de la revuelta antiestatista. En esa tesitura el nacionalismo revolucionario oficial era una ideología muerta, pues la crisis ya era tan profunda y tanta la descomposición que, en los hechos, desde el poder se adoptaron uno a uno los principios de sus supuestos adversarios históricos: la iniciativa privada dispuesta a dominar la economía pero también a gobernar en nombre de la democracia sin renunciar al presidencialismo. La lucha sindical, inevitable en la sociedad capitalista, probó que las consignas de la hora a favor de la independencia y la democracia no eran otra cosa que los llamados a forjar las organizaciones de defensa de los asalariados que, en rigor, solo existían en el papel o como patrimonio de los corruptos líderes a los que las autoridades del trabajo santificaban con el ilegal procedimiento de la “toma de nota”.
La gran apuesta reformadora de los electricistas democráticos encabezados por Rafael Galván para democratizar al sindicalismo, modernizando sus desgastadas estructuras y rectificando el rumbo del sector nacionalizado, fue liquidada tras una dura, desigual batalla, a la que seguirían sin remedio nuevas derrotas en otros frentes. Era así como el Estado cancelaba la posibilidad de revitalizar la vigencia del programa social y democrático perfilado en la Carta Magna. Con ello, sin embargo, se puso de manifiesto que el viejo charrismo sindical modernizado por los contratos de protección y otras trampas nada sería sin la directa intervención del Estado en los asuntos obrero-patronales, es decir, sin la apelación a la amañada legalidad interpretada por autoridades complacientes o por el uso final de la fuerza como recurso contra la resistencia de los trabajadores. La transición democrática no incluyó la reforma de las organizaciones sociales y la simulación se hizo parte sustantiva de la nueva política presidencialista a cargo de la derecha que llega al gobierno comprometida hasta la médula con el infausto proyecto neoliberal, heredado de las tres últimas administraciones priístas. Al calor de la necesidad del cambio, el odio clasista pasó a ser pieza básica del ideario cínico, seudo liberal de las clases medias acosadas por la inseguridad y la necesidad de hallar culpables a modo por el desorden reinante. Se condena la corrupción sindical, pero no se tocan los resortes que impiden a los trabajadores deshacerse de ella. Por eso, ante la obvia ilegalidad y el uso brutal de la fuerza contra los huelguistas de Cananea, predomina entre los “críticos” cierta condescendencia cómplice. Frente al sindicalismo corrupto y corruptor como el que impera en la Secretaría de Educación o en Pemex, se alza el griterío que pide la extinción de las organizaciones de autodefensa, la simple desaparición de los mecanismos que impiden a la patronal explotar la fuerza de trabajo sin control alguno, pues de eso se trata la reforma laboral en ciernes. Este gobierno que se desgarra por la representación del ciudadano sin adjetivos, no quiere la democracia sindical; menos, la independencia de sus organizaciones. Su propuesta no significa abolir los vestigios corporativos, sino que el sindicato sea una sumisa agencia de colocaciones al servicio de los dueños del negocio. Pero algo se le olvida: en este anodino centenario de la Revolución Mexicana, Cananea es mucho más que un nombre simbólico. Veremos.
PD. Bolívar Echeverría nos trajo de viva voz a Rudi Dushke, con quien había colaborado en Berlín. Comparada con la improvisación teórica característica de los movimientos estudiantiles de nuestra época, la aportación de Bolívar fue la de un joven pensador marxista que actuaba sobre la realidad para transformarla sin concesiones a las modas ideológicas. Tenía la curiosidad política del militante, la actitud vigilante del filósofo y la disposición de ánimo para incursionar en la cultura con pasión y rigor, sin gesticulaciones sectarias En el 68, junto con Carlos Pereyra, escuchamos asombrados la propuesta de convocar al diálogo público en el Zócalo. Bolívar sabía que había llegado la hora de las grandes definiciones y ya no habría marcha atrás. Para nuestra fortuna, Bolívar Echeverría se quedó entre nosotros, en la UNAM, en el país, vinculado a sus problemas y a la esperanza del cambio. Murió como un mexicano universal. A su familia, a sus hijos, un abrazo.
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