lunes, 14 de junio de 2010

Instituir la responsabilidad


Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma/14 de junio de 2010

Caminamos diariamente sobre la catástrofe. La superficie que pisamos es un suelo quebradizo montado sobre el charco de la simulación. Hemos pactado la farsa. El imperio de la ilegalidad nos hace a todos vulnerables pero a unos garantiza impunidad. No podemos confiar en los cimientos de la convivencia pero damos por descontado el resguardo de la clase política. No la protege solamente el poder que ejerce, ni las reglas que la escudan. La guarece esa maraña ancestral de desacatos, ese enredo de infracciones generalizadas. Los hábitos son la coartada perfecta. Bajo la confusión impera la impunidad: un alto funcionario no se hace cargo cabalmente de la institución que encabeza. La dirige pero advierte que es incapaz de controlarla. Está trepado en un animal indomable. Se pasea dando la cara por la institución, recibe los beneficios de la oficina pero se declara incapaz de domar a la bestia. La irresponsabilidad está instituida.

La tragedia de la guardería de Hermosillo ha sido una de las desgracias más dolorosas del México contemporáneo. Al horror de la muerte se suma una impunidad atroz. Nadie ha asumido responsabilidad. A un año, nadie. El acendrado sentido de irresponsabilidad de nuestra clase política contrasta con lo que sucede en otras partes.

Pienso, por ejemplo, en el caso del director de inteligencia de los Estados Unidos. Renunció hace unas semanas a su puesto. La dependencia a su cargo fue incapaz de detectar el fermento terrorista que estuvo a punto de causar estragos en Nueva York. No se dio el ataque, no murió nadie, pero Dennis Blair aceptó que la dirección de inteligencia que dirigía había fallado. Blair, por supuesto no conspiró con los terroristas; nadie piensa que merezca la cárcel. Pero falló en sus deberes esenciales y asume las consecuencias. No hizo lo que debía hacer, no cumplió con la encomienda presidencial, puso en riesgo lo que debe cuidar. Por eso se separó del cargo. Renunció.
En decisiones como la de Blair se percibe un entendimiento muy distinto de la responsabilidad política del que se tiene en México. Los políticos no entienden la idea de la responsabilidad política. Por eso es valioso el proyecto del ministro Arturo Zaldívar que la Suprema Corte analiza en estos días. Una lectura de la Constitución que instituye, para esta tierra de impunidad, un criterio sólido de responsabilidad política. El dictamen tiene como fundamento un poder extraordinario y, en alguna medida anómalo, de la Suprema Corte mexicana. El máximo tribunal mexicano está facultado para investigar violaciones graves a las garantías individuales. La bóveda del Estado deja de actuar aquí como un tribunal que dirime un conflicto y produce una sentencia con efectos vinculatorios. Podría decirse que la Corte ejerce un poder desdentado: examina y concluye, pero no condena. Y sin embargo, a pesar de las limitaciones de la facultad, la Suprema Corte de Justicia no puede desprenderse de su deber de proteger el orden constitucional. Por eso sus conclusiones deben contribuir a restaurar la constitucionalidad.

La argumentación del ministro Zaldívar debe ser examinada con atención. El poder público tiene como deber principal respetar los derechos de los individuos. El constitucionalismo liberal ve al Estado precisamente como un artificio diseñado para el cuidado de los derechos. Pues bien, el Estado no solamente rompe su obligación con la arbitrariedad, sino también con la negligencia. Para decirlo con el vocabulario contractualista, el Estado rompe el pacto cuando encarcela sin juicio o cuando castiga sin respetar los derechos del acusado. Pero también incumple el contrato cuando actúa con indolencia, cuando abandona a su suerte a los ciudadanos, cuando cierra los ojos. La vigencia de los derechos no pide solamente abstención al poder público: también le demanda actuación diligente y responsable; decisiones y previsión.

Ése es el núcleo del argumento del ministro Zaldívar. Las omisiones, en efecto, vulneran los derechos fundamentales. Como ha quedado bien demostrado, las guarderías del Seguro Social, se alojan en un desorden generalizado. Los responsables de su conducción no han dictado políticas para garantizar seguridad ni han cumplido con su deber de supervisarlas. La negligencia terminó en tragedia. No puede quedar en el lamento y la impunidad. Cuando se violan los derechos humanos—así sea por dejadez—debe haber responsables. No es aceptable, sostiene con buena razón el ministro, que haya violaciones a los derechos humanos más elementales y no haya a quién imputar responsabilidades. Disolver la responsabilidad de los altos funcionarios en la larga escalinata burocrática es liquidar el principio de la rendición de cuentas. Bajo la abstracción del Estado hay personas de nombre y apellido que toman decisiones. Hay también personas de nombre y apellido que dejan de tomarlas. Deben asumir las consecuencias.

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