Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma/21 de junio de 2010
Estaba en todas partes porque sabía saborearlo todo: el grafiti y la poesía de Wallace Stevens; las canciones de Agustín Lara y el liberalismo de la gran generación; los Simpsons y la familia Burrón; las muchas ciudades de México y la cara única de la estupidez; la poesía más sublime y la consigna más boba; los ruidos de la muchedumbre y la intimidad del teléfono. Escribió de todo menos de la barbarie de los toros y del futbol, ese dios en el que tampoco creía. Como Whitman, Monsiváis albergaba multitudes. Su obra fue una extraordinaria enciclopedia de entusiasmos y aversiones. Nadie ha trazado un arco tan amplio para mirar, entender, querer y odiar a México como Carlos Monsiváis. En las miles y miles de hojas que publicó se encuentra el más exuberante testimonio del México vivo. En el colosal trabajo de Monsiváis se encuentran piezas indispensables del mosaico mexicano. Un mosaico donde ya no cabe la filosofía de lo mexicano pero donde aparecen mexicanos de carne y hueso. Cronología de la arbitrariedad, catálogo del gusto popular, crónica de disidencias, estupidario nacional, celebración literaria, testimonios de una lengua que cambia, cartografía de la desigualdad, guía de televisión, galería de la vida pública.
Fue el inventor de una escritura rica, irónica, ácida. Brincando de la filosofía a la anécdota, del poema a la pancarta, de la épica a la banalidad Monsiváis refundó la crónica y transformó la escritura para convertirla en una selva de comas y digresiones: listas y paseos. En cada pieza suya se encuentra una extraordinaria mezcla de registros y tonos: cronologías puntuales; inventarios detallados, testimonios anónimos, burlas y excursiones culteranas. Sus verbos nunca aparecen en pasado. A ojos del lector, todo está sucediendo ahora. Benito Juárez le está escribiendo una carta a sus hijos. Si su prosa fue intraducible es porque, a veces, resulta ilegible. Inventó una literatura que formó escuela y de la que fue, él mismo, el primer plagiario.
Se le celebra como cronista pero detrás de ese observador del movimiento que iba siempre con libreta en mano, se esconde uno de los mejores retratistas de nuestra literatura. Cinematográficamente, el escritor sabía cómo expulsar el barullo de su pantalla, detener el tiempo para captar las marcas cruciales de una vida. Entre los libros que hay que reconstruir de su obra sobresalen sus perfiles literarios, sus estampas de los grotescos personajes de la política, sus siluetas de actores y cantantes. Ahí podríamos encontrar el desfile de nuestros personajes: Gustavo Díaz Ordaz, Alfonso Reyes, María Félix, José Revueltas, Tongolele, Fidel Velázquez, José Alfredo Jiménez, Siqueiros, Jorge Cuesta. No es extraño por eso el consenso que empieza a formarse sobre la joya de su obra: su admirable fotografía de Salvador Novo. El gran cronista tuvo, en efecto, el genio del retrato: encontrar en una mueca, una palabra, un temblor, la pista de identidad. Podía ser despiadado o condescendiente pero no se quedaba en la superficie: sus pinceladas tocaban hueso.
Monsiváis entendió el cambio político mexicano en la clave de la sociedad civil. En sus crónicas fue tomando forma poco a poco un personaje al que terminó idealizando. Se trataba de un sujeto colectivo que se organizaba para exigir sus derechos, para llamar al cambio, para suplir las ausencias del Estado. Tenía razón Monsiváis en registrar ese campo de la democratización, donde se le fueron arrancando espacios a la tutela estatal. La rebeldía que se organiza de manera independiente frente al poder arbitrario no solo fue vista como el motor de la democratización nacional, sino también en ocasiones, como virtud que limpia cualquier perversión. La militancia encendió su prosa, también opacó su juicio. Nadie como él contribuyó a la lectura del cambio mexicano como inconclusa hazaña de la sociedad civil. El cambio profundo de la política mexicana no se ubicaba a su entender en la competencia entre partidos o en el empate de los poderes, sino en el campo de una sociedad que deja de esperarlo todo del poder. Su última batalla fue la muy necesaria defensa del Estado laico, esa gran conquista de los liberales del XIX.
Otro argumento democrático se fue tejiendo a lo largo de su trabajo. En 1968, cuando crecía el movimiento estudiantil, Monsiváis empezó a coleccionar y divulgar las perlas de la intolerancia oficial. Rendía tributo así a los propietarios de la conciencia nacional a los que su propia palabra terminaba agraviando. El arma fulminante era la cita: el espejo que muestra el rostro de la arbitrariedad retórica. Por mi madre bohemios quedará como almanaque del absurdo mexicano. Las burlas del cronista reclamaban al poder, lo esencial: razones. El militante de la sociedad civil fue simpatizante de muchas causas, aliado de una infinidad de movimientos, pero fue, ante todo, el defensor de la razón pública, el crítico más implacable que la estupidez política y la mojigatería han tenido entre nosotros.
Reforma/21 de junio de 2010
Estaba en todas partes porque sabía saborearlo todo: el grafiti y la poesía de Wallace Stevens; las canciones de Agustín Lara y el liberalismo de la gran generación; los Simpsons y la familia Burrón; las muchas ciudades de México y la cara única de la estupidez; la poesía más sublime y la consigna más boba; los ruidos de la muchedumbre y la intimidad del teléfono. Escribió de todo menos de la barbarie de los toros y del futbol, ese dios en el que tampoco creía. Como Whitman, Monsiváis albergaba multitudes. Su obra fue una extraordinaria enciclopedia de entusiasmos y aversiones. Nadie ha trazado un arco tan amplio para mirar, entender, querer y odiar a México como Carlos Monsiváis. En las miles y miles de hojas que publicó se encuentra el más exuberante testimonio del México vivo. En el colosal trabajo de Monsiváis se encuentran piezas indispensables del mosaico mexicano. Un mosaico donde ya no cabe la filosofía de lo mexicano pero donde aparecen mexicanos de carne y hueso. Cronología de la arbitrariedad, catálogo del gusto popular, crónica de disidencias, estupidario nacional, celebración literaria, testimonios de una lengua que cambia, cartografía de la desigualdad, guía de televisión, galería de la vida pública.
Fue el inventor de una escritura rica, irónica, ácida. Brincando de la filosofía a la anécdota, del poema a la pancarta, de la épica a la banalidad Monsiváis refundó la crónica y transformó la escritura para convertirla en una selva de comas y digresiones: listas y paseos. En cada pieza suya se encuentra una extraordinaria mezcla de registros y tonos: cronologías puntuales; inventarios detallados, testimonios anónimos, burlas y excursiones culteranas. Sus verbos nunca aparecen en pasado. A ojos del lector, todo está sucediendo ahora. Benito Juárez le está escribiendo una carta a sus hijos. Si su prosa fue intraducible es porque, a veces, resulta ilegible. Inventó una literatura que formó escuela y de la que fue, él mismo, el primer plagiario.
Se le celebra como cronista pero detrás de ese observador del movimiento que iba siempre con libreta en mano, se esconde uno de los mejores retratistas de nuestra literatura. Cinematográficamente, el escritor sabía cómo expulsar el barullo de su pantalla, detener el tiempo para captar las marcas cruciales de una vida. Entre los libros que hay que reconstruir de su obra sobresalen sus perfiles literarios, sus estampas de los grotescos personajes de la política, sus siluetas de actores y cantantes. Ahí podríamos encontrar el desfile de nuestros personajes: Gustavo Díaz Ordaz, Alfonso Reyes, María Félix, José Revueltas, Tongolele, Fidel Velázquez, José Alfredo Jiménez, Siqueiros, Jorge Cuesta. No es extraño por eso el consenso que empieza a formarse sobre la joya de su obra: su admirable fotografía de Salvador Novo. El gran cronista tuvo, en efecto, el genio del retrato: encontrar en una mueca, una palabra, un temblor, la pista de identidad. Podía ser despiadado o condescendiente pero no se quedaba en la superficie: sus pinceladas tocaban hueso.
Monsiváis entendió el cambio político mexicano en la clave de la sociedad civil. En sus crónicas fue tomando forma poco a poco un personaje al que terminó idealizando. Se trataba de un sujeto colectivo que se organizaba para exigir sus derechos, para llamar al cambio, para suplir las ausencias del Estado. Tenía razón Monsiváis en registrar ese campo de la democratización, donde se le fueron arrancando espacios a la tutela estatal. La rebeldía que se organiza de manera independiente frente al poder arbitrario no solo fue vista como el motor de la democratización nacional, sino también en ocasiones, como virtud que limpia cualquier perversión. La militancia encendió su prosa, también opacó su juicio. Nadie como él contribuyó a la lectura del cambio mexicano como inconclusa hazaña de la sociedad civil. El cambio profundo de la política mexicana no se ubicaba a su entender en la competencia entre partidos o en el empate de los poderes, sino en el campo de una sociedad que deja de esperarlo todo del poder. Su última batalla fue la muy necesaria defensa del Estado laico, esa gran conquista de los liberales del XIX.
Otro argumento democrático se fue tejiendo a lo largo de su trabajo. En 1968, cuando crecía el movimiento estudiantil, Monsiváis empezó a coleccionar y divulgar las perlas de la intolerancia oficial. Rendía tributo así a los propietarios de la conciencia nacional a los que su propia palabra terminaba agraviando. El arma fulminante era la cita: el espejo que muestra el rostro de la arbitrariedad retórica. Por mi madre bohemios quedará como almanaque del absurdo mexicano. Las burlas del cronista reclamaban al poder, lo esencial: razones. El militante de la sociedad civil fue simpatizante de muchas causas, aliado de una infinidad de movimientos, pero fue, ante todo, el defensor de la razón pública, el crítico más implacable que la estupidez política y la mojigatería han tenido entre nosotros.
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