Antonio Navalón
El Universal/10 de junio de 2010
Estamos tan acostumbrados a ser abusados, engañados, asesinados y a que nada funcione, que cuando la papa caliente de la fabulación se detiene nos asustamos.
Llevamos más de 70 años deseando un Estado en que la corrupción no domine y sus límites se conozcan. Llevamos 10 años de alternancia en el poder, y no se puede asegurar que las cosas estén mejor. La vergüenza nacional del asesinato de 49 niños en Hermosillo podría ser, ojalá, un hasta aquí.
Arturo Zaldívar, ministro de la Suprema Corte de Justicia, es un eminente abogado y está recién llegado. Quizá por eso entre sus compañeros sienta el rugir de un país que no funciona y el instinto visceral y cerebral de la más impúdica y grosera manifestación de la tomadura del pelo nacional.
Si nuestros niños pueden morir abrasados por el fuego, no por el fatalismo de un accidente sino por una mezcla sucesiva de nuestros fracasos como sociedad —vale recordar cómo respondió llorando esa tarde aquel comandante: “¿Dónde está Dios, dónde está Dios?”, al salir de la guardería ABC incendiada y pedírsele detalles del siniestro—, sin que pase nada, sin que paguen los culpables, entonces, ¿qué vale tu vida, lector?, ¿qué vale la mía?
La catástrofe de Hermosillo tuvo dos tiempos. El primero, como dice el ministro Zaldívar, empezó con la falla generalizada del sistema de protección civil y la cadena de desidia, inmundicia y corrupción en la que se ha convertido el Estado mexicano, que permitió llegar hasta el trágico evento del 5 de junio de 2009. El segundo fue el pésimo y a veces cínico manejo de la crisis.
Es increíble que no exista alguien, ni en el gobierno federal, ni en la PGR, ni en el gobierno de Sonora, ni en el municipal que se dé cuenta de que si el país da por cerrado el asesinato impune de esas 49 criaturas, entonces la maldición de los dioses (sobrevivirás a tus hijos) será poco contra lo que nos merecemos.
Los estados no deben construirse sobre la venganza. Creo que el odio, el rencor y la distorsión social no pueden ser la base de una nación, pero también que una sociedad que no se respeta a sí misma en el presente, que no acepta su pasado y no es capaz de cuidar su futuro, es una sociedad que no merece tal nombre y que está podrida desde su raíz.
Las caras, las sonrisas, las miradas, el vacío eterno de esas 49 familias a las que usted y yo, el gobernador Bours, el secretario Molinar y todos los que directa e indirectamente están involucrados en esta tragedia, les regalamos tal maldición, no tenemos derecho a ignorar el frío aterrador que significa el hueco que jamás será llenado de unos cuerpos convertidos en humo, como si fuera la peor pesadilla del holocausto.
Como el ministro Zaldívar, hay gente que demuestra que aún hay humanidad; el libro Nosotros somos los culpables, escrito por Diego Enrique Osorno, periodista de Milenio, constituye una manera de recuperar la conciencia cívica y la vergüenza nacional, evitando que, si ya los matamos de una manera, ahora los volvamos a asesinar con el olvido.
Además el libro nos reconcilia con algo que necesitamos, que son —más allá de las palabras y las falsas voluntades— las actitudes heroicas, generosas y valientes. Rinde homenaje a aquellos trabajadores de la guardería ABC y a los padres de familia que perdieron a un hijo o a dos, al tratar de salvar el de alguien más. Rinde homenaje a quienes rescataron a los niños que no murieron. Esto nos recuerda que no todo es fracaso social, abandono y desidia, y que quizá la sociedad no se ha perdido por completo. Que así sea.
La resolución de la Corte no es perfecta —no señala a los dueños de la guardería—, pero la justicia, incluso la divina, es imperfecta. El problema está en que con una inexistente o tardía justicia, o una sólo comprable por el mejor postor —como declaró hace poco Calderón— seguramente se vive mal y, ahora sabemos, se muere peor.
Con todos los errores técnicos y elementos procesales y con todas las parvadas de abogados que como zopilotes caerán para defender a los implicados a partir de que se ha conocido esta resolución, usted y yo deberemos mirar al cielo y abrazar a esas criaturas asesinadas porque su vida, que jamás podrá ser repuesta, puede no ser inútil del todo si el Estado mexicano comprende, a partir de aquí, que no puede asesinar el mañana.
La lista de los culpables es larga. Me coloco a la cabeza. Al margen de lo que puedo aportar con estas líneas, lo que deseo es rendir homenaje a esos niños —el futuro de México asesinado—, y recordarle al gobierno que las autoridades federales y locales han faltado a la historia, han traicionado el presente y continuarán matando al futuro en la medida en que sigan demostrando que matar a nuestros hijos no cuesta nada.
Hermosillo fuimos todos. Y como el Estado también somos todos, debemos luchar para que la resolución del ministro Zaldívar termine siendo un Rubicón de esta sociedad que se construye sobre los cadáveres de niños —que en el pasado fueron héroes y ahora nuevamente lo son— por la recuperación ética de un país que agoniza.
Periodista
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