miércoles, 9 de junio de 2010

Relectura

Arnoldo Kraus
La Jornada/9 de junio de 2010

La relectura implica una dosis, pequeña o grande, de nostalgia. Los escritores y los lectores avezados sugieren que al releer un libro, un ensayo o un poema, el mensaje cala distinto. Entra por otras partes y toca sitios desconocidos. Tienen razón: el texto es el mismo, pero quien lee ha cambiado; quien lee bajo la luz (o la oscuridad) de otro tiempo, escruta diferente.

El paso de los años modifica a la persona. La mirada y el sitio de lectura son otros, son distintos. A través de los resquicios del tiempo la nostalgia se filtra y transforma la experiencia de la lectura. No la hace más viva ni mejor. La integra a la vida. Testigos mudos de las diferencias entre lectura y relectura son los libros subrayados o que llevan notas al margen. Las palabras y las ideas no se modifican; cambian el acento de la mirada, los tonos de los lápices y la profundidad de la nostalgia.

La relectura abre espacios desconocidos. Lo que en un tiempo fue importante deja de serlo; lo que ahora llama la atención antes pasó inadvertido. Coger un libro viejo, con otras manos, con otros ojos y desde otro sitio ofrece vivencias diferentes. Hay quienes piensan que la relectura es una suerte de diván, o una casa vieja que se habitó durante muchos años en la cual había rincones propios, privados, ajenos al ruido de la existencia. En el diván se repasan fragmentos de la vida y en las moradas de otros tiempos se atesoran secretos íntimos. Lo mismo sucede con la relectura. Nuevos polvos llegan a las páginas viejas y los lápices desvelan nichos desconocidos.

Las notas desperdigadas en las hojas de los libros o las líneas subrayadas dan cuenta de lo que uno fue, de lo que uno veía y de lo que no veía, de lo que hacía falta y de lo que parecía superfluo. Las notas y las líneas subrayadas son como los viejos pasaportes: dan cuenta del pasado.

El gusto y la necesidad de releer caminan de la mano de la necesidad de recordar. La relectura toca algunas puertas del pasado y muestra muchos rincones olvidados. En ocasiones se relee por obligación, otras veces por nostalgia o para entender algunos vericuetos del presente.

Muchos piensan que la relectura y la nostalgia caminan por calles similares. Yo me adhiero a esa idea. Algunos acuden a lo viejo para menguar la tristeza; otros buscan paliar sus dolores al tocar lo que se fue o al sacar del estante los libros de otra época. Ni la relectura ni la nostalgia acatan reglas. Aunque con frecuencia dialogan entre sí, cada una tiene su propia vida. Hojear un libro y tocar sus páginas suele ser antesala de la melancolía. Lo inverso también sucede: la nostalgia abre libros cuando requiere hurgar en el pasado para mitigar los sinsabores del presente o para buscar en las páginas leídas alguna respuesta olvidada, alguna voz otrora querida. Poco importan las razones de la relectura. Importa lo que se mira. Quedan las páginas viejas vestidas de nostalgia, quedan los renglones tocados por otros tiempos, por otras realidades. Los libros viejos son compañeros, son testigos. Contagian el cariño de lo perdido.
Se regresa a los cuadernos o a los libros deshojados cuando la melancolía irrumpe en el presente. Releer no cura. En ocasiones atenúa algunas tristezas y en ocasiones recuerda viejas heridas. Haga lo que haga, la relectura imprime nuevos significados a las vidas de las personas. La enfermedad y la relectura tienen algunas similitudes. Quien sana encuentra que la vida es distinta, quizás mejor, quizás más rica. Quien relee y comprende que el mundo tiene muchas aristas, cambia, se modifica. Releer no desdibuja la crudeza de la vida ni borra los tragos amargos del presente pero sí reconforta y acompaña. Lo mismo sucede con quien cura. Los dolores que se fueron, aunque se almacenen en algún lugar del alma, permiten vivir mejor.

El contacto –o el deseo– con el papel; el ambiente –o el calor– de las bibliotecas; la manía –o la profesión– de anotar o subrayar; el cariño –o la devoción– por acomodar los libros en los libreros; la obsesión –o la necesidad– por ordenarlos de acuerdo al tema o al abecedario; el vicio –o la pasión– de recordar alguna idea sobresaliente y escribirla en un cuaderno, en una servilleta, en una bolsa de papel o en un boleto de teatro; el amor –el amor, no hay otra palabra– por los lápices y sacapuntas, y el respeto hacia las gomas de borrar, forman parte del vicio de la relectura. Releer y regresar al cobijo que ofrecen los libros no cura pero sí mengua las inclemencias de la vida. El premio es inmenso: la relectura acompaña, abraza, mitiga.

La era de los celulares y de los libros en computadora amenaza muchos espacios. Uno es el de la relectura. Volver a los libros es algo más que leerlos de nuevo. Es tocarlos. Es utilizar algún pegamento para engomar la pasta a punto de desprenderse. Es abrirlos con cuidado para evitar que todos los recortes que pernoctan entre sus páginas se pierdan. La relectura se convierte en compañero inmejorable al releer los programas de algún concierto, al abrir una noticia del periódico, al recordar la librería donde se adquirió el libro o el pasillo de algún cine donde se hojeó. Los libros de papel son partes de la persona. Son ejes fundamentales del tiempo y testigos de la vida.

Los libros guardan entre sus pastas muchas historias. Una es la que cuenta el autor y otra es la que escribe el lector. La relectura no sólo es un rencuentro con el autor y con uno mismo. Es algo más. Es el tejido que borda el lector sobre el telar del autor. Es un ropaje nuevo que forma parte de la historia del lector. El libro siempre será el mismo. El lector siempre será diferente. Quien relee después de muchos años el mismo libro es el encargado de escribir algunas de las historias que no alcanzaron espacio entre las pastas de los libros y que el autor dejó de trazar.

La nostalgia y la relectura son compañeras. Ambas se retroalimentan. Ambas, al regresar al tiempo viejo, permiten conjugar la vida por medio de otros verbos, por medio de otras palabras. Algunas nuevas, algunas viejas, muchas inexistentes.

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