Héctor Aguilar Camín
Milenio/21 de junio de 2010
Ha muerto Carlos Monsiváis en la Ciudad de México y con él ha muerto parte de la ciudad misma. Ha muerto prematuramente y, sin embargo, tenemos la impresión de que su vida y su obra eran ya inabarcables.
No parecía un autor, sino un territorio mental en movimiento: enciclopédico, múltiple, infatigablemente urbano.
Nadie vio y enseñó a ver la ciudad como él, y nadie fue tan parte de la ciudad como él. Inventó una realidad urbana y al personaje que la recorría y la creaba.
Ambos, la ciudad y su testigo, eran a la vez reales y figurados, hijos del oficio periodístico y de la imaginación literaria. Fue un genio barroco en la piel de un cronista del cambio.
Su mirada nació local y cosmopolita, lista para dar fe de la contrahecha modernidad mexicana, la modernidad coja, cursi e irresistible que fue su fervor y su burla.
Fue testigo y cronista de la conversión de la región más transparente del aire en la urbe informe, magnética e intolerable que es hoy la Ciudad de México.
Su Comala fue Ciudad Neza, una pesadilla urbana soñada por la colonia Portales, donde Monsiváis vivió hasta su muerte, semisepultado de gatos y libros.
Fue un verdadero heterodoxo, un escritor que se instaló precozmente en la corriente central de la cultura mexicana en ejercicio de su triple marginalidad: social, sexual y religiosa.
En pocos se cumplió tanto el dicho de que el humor es una forma del conocimiento. Entraba a saco en las cosas con ojo de caricaturista y pasión de profeta civil.
Podían escucharse las carcajadas en su silencio y la indignación moral en sus pausas atónitas ante las desmesuras de la realidad.
Los periódicos eran su periscopio y el teléfono su radar. Medio México desfilaba por sus oídos y de su boca salían sin parar murales de sociología instantánea.
Ha sido más reconocido que leído y más leído que comprendido.
Fue un escritor torrencial siendo por naturaleza un aforista, y un hombre de una enorme vida secreta, siendo el más público, o el más visible, de los escritores mexicanos.
Lamento doblemente su muerte porque creo que habíamos empezado a recuperar la mejor parte de nuestra amistad, que fue intensa y accidentada.
Lo voy a extrañar.
acamin@milenio.com
Milenio/21 de junio de 2010
Ha muerto Carlos Monsiváis en la Ciudad de México y con él ha muerto parte de la ciudad misma. Ha muerto prematuramente y, sin embargo, tenemos la impresión de que su vida y su obra eran ya inabarcables.
No parecía un autor, sino un territorio mental en movimiento: enciclopédico, múltiple, infatigablemente urbano.
Nadie vio y enseñó a ver la ciudad como él, y nadie fue tan parte de la ciudad como él. Inventó una realidad urbana y al personaje que la recorría y la creaba.
Ambos, la ciudad y su testigo, eran a la vez reales y figurados, hijos del oficio periodístico y de la imaginación literaria. Fue un genio barroco en la piel de un cronista del cambio.
Su mirada nació local y cosmopolita, lista para dar fe de la contrahecha modernidad mexicana, la modernidad coja, cursi e irresistible que fue su fervor y su burla.
Fue testigo y cronista de la conversión de la región más transparente del aire en la urbe informe, magnética e intolerable que es hoy la Ciudad de México.
Su Comala fue Ciudad Neza, una pesadilla urbana soñada por la colonia Portales, donde Monsiváis vivió hasta su muerte, semisepultado de gatos y libros.
Fue un verdadero heterodoxo, un escritor que se instaló precozmente en la corriente central de la cultura mexicana en ejercicio de su triple marginalidad: social, sexual y religiosa.
En pocos se cumplió tanto el dicho de que el humor es una forma del conocimiento. Entraba a saco en las cosas con ojo de caricaturista y pasión de profeta civil.
Podían escucharse las carcajadas en su silencio y la indignación moral en sus pausas atónitas ante las desmesuras de la realidad.
Los periódicos eran su periscopio y el teléfono su radar. Medio México desfilaba por sus oídos y de su boca salían sin parar murales de sociología instantánea.
Ha sido más reconocido que leído y más leído que comprendido.
Fue un escritor torrencial siendo por naturaleza un aforista, y un hombre de una enorme vida secreta, siendo el más público, o el más visible, de los escritores mexicanos.
Lamento doblemente su muerte porque creo que habíamos empezado a recuperar la mejor parte de nuestra amistad, que fue intensa y accidentada.
Lo voy a extrañar.
acamin@milenio.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario