Jacobo Zabludovsky
El Universal/14 de junio de 2010
La semana de los niños asesinados. La semana pasada la escalada del infanticidio alcanzó una altura sin precedente por el número de crímenes y la diversidad de los procedimientos.
Javier Covarrubias, un muchacho de 20 años, decidió matar a su hijo de tres y a su hija de 18 meses, “porque ya no podía con todo lo que tenía encima: “…escuela, trabajo, mantener a mi familia, pagar renta, comida, pasajes, leche, todo”. Los llevó a un cerro, abrazó a Isis hasta asfixiarla mientras Darien jugaba como si esperara turno. Los metió en bolsas, los tiró en el bosque, dijo que los habían secuestrado, provocó un motín en Tepito. Fue descubierto. Su mujer, de 26 años, Irma Merino, dijo que Javier nunca les pegó ni dio señales de agresividad. No tenía vicios ni síntomas de problemas mentales.
La pobreza no justifica el doble crimen. Millones de padres mexicanos viven en la miseria y no asesinan a sus hijos. Otros factores deben haber concurrido en las causas, pero el problema económico influyó decisivamente en este caso.
No en el de Sergio Adrián Hernández, de 15 años, muerto en territorio mexicano por un agente de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Un video de teléfono celular muestra cómo el patrullero dispara tres veces contra dos jóvenes que corren en el puente y luego arrastra a uno de ellos. El uso excesivo de la fuerza es obvio. Las protestas de los funcionarios mexicanos han sido desechadas por la estadounidense de que el agente disparó en defensa de su integridad personal.
En Tamaulipas tres jóvenes que van en su coche son alcanzados por algunos soldados. En un incidente todavía confuso, los tres, uno de 14, otro de 15 y el tercero de 17 años, son muertos a balazos. El jueves en la noche 20 encapuchados con rifles AK47 mataron a 19 jóvenes en Chihuahua. Entraron a un centro de rehabilitación contra adicciones haciéndose pasar por policías, escogieron a 23, los sacaron, los formaron ante una pared y les dispararon. Habían sido seleccionados con cuidado para matarlos, cuatro sobrevivieron. Los culpables huyeron después del crimen que la Procuraduría de Justicia de Chihuahua consideró como el más sangriento de que se tenga memoria en ese estado. La frecuencia y la impunidad se transforman en indiferencia general, como si ésta fuera la realidad en que los mexicanos queremos vivir.
La semana comenzó con esa especie de descarga eléctrica nacional aplicada por el ministro Arturo Zaldívar en un dictamen que responsabiliza a funcionarios de distintos niveles de la tragedia de la guardería de Hermosillo. El tiempo, un año de impunidad premiada, ha transformado el juego de fuerzas entre la búsqueda de una justicia legal y la intención de proteger a los responsabilizados en el informe del ministro Zaldívar. Esa lucha ya en sí sería mala, pero es peor cuando la orden de protegerlos se convierte en la meta principal del gobierno. En defensa de los mencionados han intervenido funcionarios como el secretario de Gobernación, nada menos, seguramente por orden de su jefe, y sociedades médicas, catedráticos de derecho, legisladores variopintos y periodistas afortunados que, al día siguiente del dictamen Zaldívar, descubren un informe pericial sobre la intencionalidad del incendio. Si el incendio fue intencional los funcionarios no pueden ser culpados, no se les puede exigir que asuman las consecuencias de sus actos. Vienen siendo, como los niños quemados, víctimas inocentes. Si hubo intención hay que buscar al que la tuvo, al que provocó las llamas, al maldito desconocido de tan milagrosa aparición. Esa es la maniobra salvadora de los inculpados actuales.
Al comenzar hoy la discusión de los ministros sobre el dictamen de su colega Zaldívar asistimos a una de esas competencias en que, tomándose del puño y apoyándose en los codos, dos atletas tratan de doblar el brazo enemigo. Un pulso entre dos poderes de la Federación, el Judicial y el Ejecutivo. Nunca como ahora, dada la magnitud de la tragedia cuyos culpables han comenzado a ser juzgados, los jueces del más alto tribunal del país se enfrentan a otra sentencia: la que dictarán sobre su conducta el pueblo y la historia.
Ha sido la anterior una semana trágica. No hagamos lo mismo de ésta. Proteger la impunidad sería como matar otra vez a los niños. Un error judicial podría sepultar con ellos la esencia de nuestro derecho. Sería usar como epitafio cruel y satírico, sobre la lápida de 49 niños calcinados, el “dar a cada quien lo que por derecho le corresponde”, uno de los tres principios en que Justiniano basó la posibilidad de vida pacífica entre los seres humanos.
Ya no se trata de saber la suerte de los funcionarios, ni la viabilidad de un gobierno. Se trata de saber si los mexicanos podemos tener esperanzas en México.
El Universal/14 de junio de 2010
La semana de los niños asesinados. La semana pasada la escalada del infanticidio alcanzó una altura sin precedente por el número de crímenes y la diversidad de los procedimientos.
Javier Covarrubias, un muchacho de 20 años, decidió matar a su hijo de tres y a su hija de 18 meses, “porque ya no podía con todo lo que tenía encima: “…escuela, trabajo, mantener a mi familia, pagar renta, comida, pasajes, leche, todo”. Los llevó a un cerro, abrazó a Isis hasta asfixiarla mientras Darien jugaba como si esperara turno. Los metió en bolsas, los tiró en el bosque, dijo que los habían secuestrado, provocó un motín en Tepito. Fue descubierto. Su mujer, de 26 años, Irma Merino, dijo que Javier nunca les pegó ni dio señales de agresividad. No tenía vicios ni síntomas de problemas mentales.
La pobreza no justifica el doble crimen. Millones de padres mexicanos viven en la miseria y no asesinan a sus hijos. Otros factores deben haber concurrido en las causas, pero el problema económico influyó decisivamente en este caso.
No en el de Sergio Adrián Hernández, de 15 años, muerto en territorio mexicano por un agente de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Un video de teléfono celular muestra cómo el patrullero dispara tres veces contra dos jóvenes que corren en el puente y luego arrastra a uno de ellos. El uso excesivo de la fuerza es obvio. Las protestas de los funcionarios mexicanos han sido desechadas por la estadounidense de que el agente disparó en defensa de su integridad personal.
En Tamaulipas tres jóvenes que van en su coche son alcanzados por algunos soldados. En un incidente todavía confuso, los tres, uno de 14, otro de 15 y el tercero de 17 años, son muertos a balazos. El jueves en la noche 20 encapuchados con rifles AK47 mataron a 19 jóvenes en Chihuahua. Entraron a un centro de rehabilitación contra adicciones haciéndose pasar por policías, escogieron a 23, los sacaron, los formaron ante una pared y les dispararon. Habían sido seleccionados con cuidado para matarlos, cuatro sobrevivieron. Los culpables huyeron después del crimen que la Procuraduría de Justicia de Chihuahua consideró como el más sangriento de que se tenga memoria en ese estado. La frecuencia y la impunidad se transforman en indiferencia general, como si ésta fuera la realidad en que los mexicanos queremos vivir.
La semana comenzó con esa especie de descarga eléctrica nacional aplicada por el ministro Arturo Zaldívar en un dictamen que responsabiliza a funcionarios de distintos niveles de la tragedia de la guardería de Hermosillo. El tiempo, un año de impunidad premiada, ha transformado el juego de fuerzas entre la búsqueda de una justicia legal y la intención de proteger a los responsabilizados en el informe del ministro Zaldívar. Esa lucha ya en sí sería mala, pero es peor cuando la orden de protegerlos se convierte en la meta principal del gobierno. En defensa de los mencionados han intervenido funcionarios como el secretario de Gobernación, nada menos, seguramente por orden de su jefe, y sociedades médicas, catedráticos de derecho, legisladores variopintos y periodistas afortunados que, al día siguiente del dictamen Zaldívar, descubren un informe pericial sobre la intencionalidad del incendio. Si el incendio fue intencional los funcionarios no pueden ser culpados, no se les puede exigir que asuman las consecuencias de sus actos. Vienen siendo, como los niños quemados, víctimas inocentes. Si hubo intención hay que buscar al que la tuvo, al que provocó las llamas, al maldito desconocido de tan milagrosa aparición. Esa es la maniobra salvadora de los inculpados actuales.
Al comenzar hoy la discusión de los ministros sobre el dictamen de su colega Zaldívar asistimos a una de esas competencias en que, tomándose del puño y apoyándose en los codos, dos atletas tratan de doblar el brazo enemigo. Un pulso entre dos poderes de la Federación, el Judicial y el Ejecutivo. Nunca como ahora, dada la magnitud de la tragedia cuyos culpables han comenzado a ser juzgados, los jueces del más alto tribunal del país se enfrentan a otra sentencia: la que dictarán sobre su conducta el pueblo y la historia.
Ha sido la anterior una semana trágica. No hagamos lo mismo de ésta. Proteger la impunidad sería como matar otra vez a los niños. Un error judicial podría sepultar con ellos la esencia de nuestro derecho. Sería usar como epitafio cruel y satírico, sobre la lápida de 49 niños calcinados, el “dar a cada quien lo que por derecho le corresponde”, uno de los tres principios en que Justiniano basó la posibilidad de vida pacífica entre los seres humanos.
Ya no se trata de saber la suerte de los funcionarios, ni la viabilidad de un gobierno. Se trata de saber si los mexicanos podemos tener esperanzas en México.
No hay comentarios:
Publicar un comentario