martes, 22 de septiembre de 2009

A 24 años del 19 de septiembre de 1985: Cicatrizes Imborrables

Francisco J. Covarrubias

Los breves segundos de aquel temblor parecieron eternos. La oscilación y trepidación del inmueble, la danza mortal de las paredes, los fuertes crujidos de la estructura de seis pisos, el llanto repentino y los alaridos de los vecinos, el ruido de los cristales rotos, el clamor subiendo desde la calle, la creciente sensación de rotación y vertigo, y la voz cercana de don Regino Arambula y Ceballos mi anfitrión, en aquella fugaz visita al Distrito Federal, todo en conjunto, se volvió una fuerte opresión, un nudo en el pecho: la certeza de que nada de lo que había acontecido era ni debía ser real, brotó tan espontánea que como suele ocurrirnos en ciertos sueños, deseaba despertar.
No supe como, ni por interseción de que mano poderosa, pero al cesar las violentas sacudidas, si bien la vieja construcción permanecía en pie inexplicablemente exenta de mayores daños se había inclinado peligrosamente.hacia un lado.
Tambaleante, casi sonámbulo, al abandonar mi improvisado refugio y el de mi joven esposa bajo el marco de una puerta, todavía con el corazón a rebato y un presentimiento terrible, corrí y me asome por una de las ventanas de aquel tercer nivel; lo que alcanze a mirar fue una espesa cortina de polvo suspendida unos 15 metros sobre la panorámica de la Ciudad de México, en dirección a la torre de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Más aún, no entendía todavía la dimensión de la tragedia.
No habia electricidad, agua o servicio telefónico; el olor a gas saturó con rápidez el ambiente. Pero más aún el pánico de las personas que corrían de un lado a otro sin rumbo por la calle Guipuzcoa y las que salían apresuradas de nuestro edificio, fue lo que me permitió comenzar a comprender lo que había ocurrido: active un pequeño radio de baterías…apenas audible, y lo primero que escuche fue una voz insistente que afirmaba que la Capital del país pasaba por los momentos más tristes, más amargos y más desdichados de su historia. Incredulo todavía opte por pensar que aquello no era verdad.

Un duro despertar
Sin escuchar las advertencias del padre de Edith Elizabeth, en el sentido de que el departamento ofrecía más seguridad y que no saliera ni usara las escaleras, pues podían venirse abajo de un momento a otro, al igual que muchas personas salí y observe las condiciones del inmueble ubicado en aquel punto cercano a la estación del metro Villa de Cortez, a una cuadra de Tlalpan, en la colonia Niños Héroes. Edificio que me había albergado en mis tiempos de estudiante y en el que ahora habitaban mis suegros; se inclinó casi imperceptiblemente a cerca de un metro a su costado derecho, sin que faltara ninguna de sus partes; yacía apoyado en el también ileso Hotel de enseguida.
Un poco más allá, en la esquina, a unos 50 metros, ví la escena mas espantosa que todavía a 24 años de distancia impacta mi corazón y mi mente. Como en otra dimension o si se prefiere enmedio de una pesadilla, un inmueble de siete pisos se vino abajo unos instantes después, convirtiendose en una gran tumba para 50 familias, literalmente aplastadas. No volvería a ver a muchos de mis amigos que ahí vivían.
Nunca podre olvidar a la madre de Arturo, el mejor y más afectuoso de mis compañeros de estudios en la Universidad Autónoma Metropolitana, doblada sobre sus rodillas, con sus brazos extendidos al cielo, en aquella esquina donde se quedó sin lagrimas. Su mirada extraviada en algun lugar de los escombros; sufriendo los espasmos, forcejeos y gritos de su hijo debajo de las toneladas de concreto. No supe que decirle al llegar hasta ella; solamente tome sus manos entre las mias; pero no pude hablar. Luego retorne sobre mis pasos, sin acertar siquiera a llorar, tambaleandome aún, como ebrio.

Al encuentro con la realidad
Esa misma tarde, emprendí a pie mi marcha hacia el centro de la ciudad que parecía haber sido bombardeada o herida por un relámpago. En la Niños Héroes, la pandilla de los 400 se organizó a una velocidad sorprendente, en brigadas de rescate. En pocas horas era tanta la cantidad de jóvenes y personas de todas las edades que se aprestó a salvar sobrevivientes que la policia y el ejército eran puestos a un lado, rebasados totalmente por el espiritu de solidaridad, la capacidad de trabajo y la fuerte coordinación desplegada por los habitantes del barrio. Esa dinamica de los acontecimientos se repetiría en todas las areas de la gran metropoli, mortalmente afectada por la furia ciega de la naturaleza.
Aturdido como por una descarga eléctrica, y con un dolor en el pecho, confortado a ratos por un mudo sollozo, perdía por momentos el sentido de la realidad. Sin aliento, vague enajenado por las calles, como quien flota suspendido en medio de una neblina, sin despertar por completo; estupefacto, con los ojos desorbitados, disminuido en mis facultades, sin escuchar más que voces lejanas, sin poder hablar más que monosílabos, sin reaccionar de manera adecuada, conmocionado ante el crudo espectáculo de la muerte: en los túneles de la desesperación abiertos bajo los escombros, los ancianos con las vertebras quebradas, los niños con las costillas destrozadas, las mujeres embarazadas cruelmente atrapadas, los jóvenes con su vida rota, cercenada. Todos quienes inútilmente esperaron a ser sacados de los edificios convertidos en gigantescos sepulcros.
El Segundo temblor, que se registraria el mismo dia, a las 21:00 Horas, tan tremendo o mas que el de esa mañana, me sorprendió muy cerca de la estacion del metro Pino Suárez. No habia para donde correr, pues había edificios derrumbados por doquier, en tanto que los que no se habían derrumbado se estremecian como gelatina por todas partes. Nuevamente me senti paralizado y bloqueado emocionalmente.
Permanece intacta en mi conciencia, de manera similar a un carbón encendido, la imagen de un soldado quien un segundo antes fuertemente armado lucía soberbio, y un instante después de iniciado el movimiento telurico gritaba y lloraba desgarradoramente abrazando a la primer persona que llegó a tener a su alcance. Mucha gente hizo lo mismo, abrazó a los extraños como si se tratara de aferrarse a los seres más amados.
Esa noche cientos de personas nos refugiamos en el atrio de una iglesia: ningúno queríamos dar un paso mas alla, por temor a otro temblor. Personalmente habia recorrido ese dia cerca de 14 kilometros, empleando unas 10 horas. No hubo cuadro de la ciudad donde no mirara escenas de desesperación, miedo, terror, muerte, y gente trastornada por la perdida de algun ser querido. Pero también escenas de solidaridad, valentía y heroísmo.

A encender la luz de la conciencia
Tenia el proposito de llegar al dia siguiente a las instalaciones de El Universal, ubicadas muy cerca de el Palacio de Bellas Artes, para utilizar un “Telex” y enviar información a Sonora. Asi lo haría: pocos dias antes habia firmado mi contrato para trabajar en una corresponsalia periodística de Guaymas. Como si fuera una cita predestinada llegue al D.F el dia anterior al terremoto, a empacar mis maletas, renunciar a mi puesto en el Archivo General de la Nación y cerrar asi un capítulo de mi vida que duro siete años, al concluir mi licenciatura y contraer nupcias aquel mes de enero de 1985.
Los subsiguientes cuatro días que permanecí en la Ciudad de México comprobe hasta que punto una sociedad arrasada por la destrucción que inesperadamente se desencadena, deja el egoísmo, las deformidades de sus juicios, y la descomposición de su carácter y su personalidad, para unirse, restaurarse y sanar por mediación de una especie de poder invisible y milagroso que devuelve la capacidad de amar al prójimo como a sí mismo.
24 años después de los referidos acontecimientos, es irrelevante precisar las cifras de desaparecidos. Los vueltos a nacer aquel septiembre conocimos la dura lección: Cada mexicano que lo vivió despierta a la vida, bendice cada mañana, tiene la oportunidad de valorar más a sus semejantes y su familia. Encender la luz de su conciencia, sin esperar a que la destrucción de un nuevo temblor o huracán ni la rueda del orden social se vuelva en su contra. La multitud puede ser sublime. @

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