miércoles, 30 de septiembre de 2009

Sobre el decoro institucional

Jesús Silva-Herzog Márquez

Las instituciones del liberalismo democrático se presentan como dispositivos del realismo cínico. Partiendo de la convicción de que el resorte de la acción política es el apetito de poder, se diseñan de tal modo que la ambición compense la ambición. Así lo dijo Madison en una famosa entrega de los documentos federalistas. Se confía en los beneficios del conflicto: el choque de los apetitos como barrera contra el abuso. Cuando el poder se reparte y se enfrenta tenderá a distribuir sus beneficios a distintos grupos, impedirá la arbitrariedad, se acercará al interés común. La oposición combativa cancelaría así el capricho acercando la política al bien público.
Pero, ¿garantiza esa estructura mecánica de aceleradores y frenos el funcionamiento de un gobierno democrático? Así lo hemos pensado: nuestros problemas son institucionales y se resuelven con remedios institucionales. Nos disponemos ahora a revisar esos inyectores con la esperanza de que su rediseño resuelva los entuertos nacionales. Habrá que hacerlo con inteligencia y buen juicio. Habrá que tener en mente que la estructura acerada de las instituciones no es independiente del tejido moral de la política. Puede pensarse, incluso, que el funcionamiento eficaz de la maquinaria depende de un doble impulso: la perspectiva del interés propio pero también cierta noción de un propósito colectivo, cierta idea común de lo aceptable. Pienso en esto a partir de nuestra experiencia: las instituciones democráticas mexicanas han integrado desde hace más de diez años la diversidad. Hay, desde luego, defectos de diseño que son bien visibles. Pero ahora no quiero hablar de ello sino de su sustrato.
El presidencialismo instituye el conflicto y demanda la colaboración entre poderes. En esa lógica contradictoria está su secreto. Debe ventilarse el conflicto y, al mismo tiempo, encontrarse la colaboración. La labor de los actores políticos es conducir con astucia las diferencias para afirmar oposición y cooperación. ¿Basta la mirada en el interés propio e inmediato de cada uno de los actores para que el régimen funcione? ¿Trasmuta en beneficios colectivos la compleja tubería de los egoísmos? Parece que no. Si algo han sabido cuidar los partidos políticos en años recientes es su propio interés. Los grandes beneficiarios del cambio democrático han sido, sin duda ellos y han actuado muy racionalmente para favorecerse. En ese aspecto, han sabido descifrar la mecánica institucional y sacarle provecho. En términos de racionalidad utilitaria, nuestros partidos son máquinas ejemplares. Sospecho que el problema está en otra zona: no en el territorio de la racionalidad mecánica sino en el sentido del decoro institucional.
Acudo a esta noción de aromas victorianos porque alude a criterios de decencia que hemos perdido en el ámbito político y que incluso creemos insensato registrar. Lo público no es un espacio presidido por el sentido de lo razonable. Los actores institucionales se mueven dentro de los contornos de la legalidad para producir aberraciones. Es por ello que puede hablarse de una indecencia institucional: órganos del poder públicos empleados abiertamente para procurar el beneficio privado; normas que se cumplen para torcer su propósito; agentes institucionales que actúan en abierto desacato de su función.
El decoro democrático está en sus razones. Tras la aritmética de las decisiones debe existir una argumentación que justifique los méritos de la acción. Esa exigencia permite que ingresen al espacio público los intereses, las razones, las propuestas que se revisten de un argumento públicamente razonable. Así los actores políticos están obligados no solamente a decidir sino a explicar su decisión. Fundamentar en público antes de decidir.
Un caso claro de este apartamiento del decoro institucional fue la reciente ratificación del nuevo procurador federal. El funcionario debe ser ratificado por el Senado para imprimirle un sentido de Estado a su labor, para evitar que sus recursos tengan un impulso faccioso. Pero la sensatez de la medida queda pervertida por la falta del rigor institucional. La comparecencia pública es una farsa, un teatro que no busca la evaluación de los méritos ni sirve para fundar una decisión. Los senadores, con raras excepciones (como la del senador Pablo Gómez) no se toman en serio la responsabilidad que la Constitución les da. La ratificación se funda en otros criterios que serán muy racionales pero resultan abiertamente indecorosos: el tráfico de las posiciones políticas. Les damos su procurador si nos entregan la Comisión. La publicidad que pensamos como un ámbito de máxima exigencia que impide el tráfico de los favores, no inyecta racionalidad a nuestras decisiones. El capricho y la permuta de obsequios campean.
El precedente es preocupante. La falta de decoro institucional, la incapacidad para ver más allá del interés propio puede seguir pervirtiendo nuestros órganos autónomos subastándolos en el (muy racional) mercado de las influencias.

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