martes, 22 de septiembre de 2009

¡89 millones de pobres!

Manuel Gómez Granados
Excélsior/19 de septiembre de 2009

La crisis que vivimos en México tiene raíces más profundas que los errores o la mezquindad de los políticos. Todavía no queda claro cuáles serán todas las consecuencias pero ya aparecen algunos datos sobre la magnitud del saldo que enfrentaremos.
Uno de los datos más sobrecogedores es el que anunció el Banco Mundial (BM). En vísperas de una reunión en Pittsburgh del Grupo de los 20 países más desarrollados, el organismo publicó un documento en el que informa que, como resultado de la crisis de 2007-2009, 89 millones de personas en todo el mundo empezarán a vivir en una situación de pobreza extrema, es decir, deberán sobrevivir con menos de un dólar al día. Para hacerle frente a esa realidad, el BM habla de la necesidad de que los gobiernos del mundo se comprometan con una “globalización responsable,” pues —advierte— entramos en una nueva zona de peligro, ya no de caída al vacío, sino de autocomplacencia, en la que hay buenas intenciones, pero que no logran hacerse realidad. El Banco recomienda medidas para tratar de atemperar los efectos de la pobreza extrema y, sobre todo, para crear un fondo que ayude a las naciones más pobres en situaciones como la que padecemos en la actualidad. Llama la atención que la institución tradicionalmente asociada con lamentables medidas de política económica, haga eco de las recomendaciones que Benedicto XVI hace en la encíclica Caritas in Veritate.
No es necesario insistir demasiado en lo oportuno. Lo que sí resulta importante es advertir, por una parte, los paralelismos entre la encíclica y algunas de las recomendaciones que, ante la magnitud de la crisis, ofrece el BM, así como en la necesidad de reconocer los deberes de justicia. Olvidarnos, tanto en el ámbito nacional como en el de las relaciones entre las distintas naciones, de esta noción perversa de caridad como limosna, de justicia como dádiva, y comprender que la globalización no puede ser esta batalla campal, al estilo de la lucha libre, en la que nadie se hace responsable de los problemas que genera.
Basta ver, en el contexto de la crisis de la influenza, la manera en que algunos países altamente desarrollados, que cuentan con dosis suficientes de antivirales para atender tres veces a la totalidad de sus poblaciones, tratan de aplacar las críticas que les han hecho algunos de sus ciudadanos, con una oferta, más bien hipócrita, de donar una décima parte de sus existencias de antivirales. Benedicto XVI, y antes Juan Pablo II, Pablo VI y Juan XXIII han hablado acerca de la necesidad de crear mecanismos eficaces, de alcance global, para hacerle frente a los retos que genera la globalización. Asumir, como hasta ahora, que el sistema financiero que con limitaciones se creó después de la Segunda Guerra Mundial, podrá ser la base para construir relaciones más justas entre los países, es absurdo e irresponsable. También lo es suponer que los pobres aguantarán, sin más, nuevas oleadas de globalización poco solidaria que, como la que vivimos desde finales de los 80, sólo han concentrado la riqueza en unas cuantas manos. El llamado del BM a comprometernos con una “globalización responsable,” así como medidas para crear un fondo de ayuda a las naciones menos desarrolladas, son útiles, pero se quedan cortas cuando se comparan con el llamado de Benedicto XVI, en Caritas in Veritate, para reformar a la ONU como a la arquitectura económica y financiera internacional, y concretar el concepto de familia de naciones, encontrar formas de poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger y dar una voz eficaz en las decisiones comunes a los países más pobres. Es un hecho que algo no funciona en el sistema económico vigente y urge cambiarlo.
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