lunes, 14 de septiembre de 2009

Hablando de pena ajena

Xavier Velasco
Milenio/14 de septiembre de 2009

Honor a quien horror merece

Ocurrió hace unos días: Joe Wilson, congresista por Carolina del Sur, alzó la voz a medio discurso del presidente Obama para gritar You lie! Es decir, “usted miente”. Si en otras latitudes uno de esos desplantes es moneda corriente, allí causó un escándalo, al punto que el gritón impertinente no tardó en disculparse por perder el control de esa manera. Obama, por su parte, procedió a dar por buena la disculpa y comentar que “todos cometemos errores”, pero ya el demócrata April Creeney estaba listo para rematar: “Yo esperaría una mejor conducta de un miembro del Congreso. Algunas veces las agendas y los egos de la gente parecen más centrados en ellos mismos y menos en el tema en cuestión.”
La anécdota es pequeña, y hasta insignificante en el contexto norteamericano. Desde un punto de vista estrictamente lógico, tiene todo el sentido del mundo. Más todavía, se trata de argumentos tan claros y evidentes que ya la mera idea de rebatirlos se adivina una pérdida de tiempo. Ahora bien, si se observa el suceso desde otras latitudes —la nuestra, por ejemplo— parecería que sus protagonistas son no menos que seres de otro planeta. Cada vez que se escucha el calificativo de honorable para hablar del Congreso de la Unión, uno asume que tal es un eufemismo tras el cual se agazapa el término intocable. Cuesta trabajo al menos concebir que un diputado o senador de aquel congreso que se presume nuestro sea lo bastante honorable para pedir alguna clase de disculpa, por mucha pata que haya metido, y hasta parece fuera de lugar creer posible un genuino debate de ideas entre quienes se miran tan cómodos sin ellas. Escuchamos, en cambio, soflamas persistentes en torno a una soberanía de cartón donde las fruslerías patrioteras pesan más que esas prioridades elementales siempre sobadas y nunca atendidas. No sabe uno, por tanto, si la conducta de los congresistas ajenos, una vez comparada con la de los propios, le inspira propiamente envidia o vergüenza; pues tanto no se trata de lo que ellos hacen como de cuánto uno les permite.
Viva la gritocracia

Es curioso y de paso pintoresco que de la Independencia no celebremos una declaración, sino un grito. Desde la escuela se nos enseña que los principios se defienden a gritos, y se infiere de ahí que quienes menos gritan más se someten. Gritamos viva éste, viva aquél y viva aquello para ahorrarnos la pena de vociferar mueras a cualquiera que piense diferente. ¿Pero al cabo qué importa lo que cualquiera piense, si de lo que se trata es de evitar a toda costa los razonamientos? ¿No es cierto que es graciosa esa sentencia según la cual no tiene caso alguno discutir, cuando a madrazos nos entendemos mejor? Y hoy que las efemérides se nos ponen a punto para celebrar un centenario y un bicentenario, menudean los aspirantes a prócer que reclaman independencias y revoluciones según ellos pendientes, pues su negocio al cabo es la inconformidad. Crearla, expandirla, capitalizarla; no se sabe que sean profesionales en alguna otra rama.
Si no recuerdo mal, era en la escuela donde más se gritaba. La primaria, el principio de la secundaria, donde los bravucones tenían la voz de mando y ay del que se atreviera a contradecirlos. En todo caso había que contragritarlos. Nada era más sencillo que vencer al contrario a punta de alaridos y pitorreos huecos, allí donde cualquier argumentación era vista como una debilidad. Nada muy diferente de las granjas de pollos, donde los más oscuros o los heridos son presas predilectas del pollerío idéntico. No espero, por supuesto, que aquellos que se dicen mis representantes sean buenas personas y ciudadanos intachables, sino al menos que guarden el decoro bastante para no avergonzarme con la evidencia de que aún se comportan como niños pequeños y cautivos, y al final como pollos de granja, amén de para colmo comprobar que buena parte de ellos no es capaz de entender las leyes que promulgan, algunas de las cuales han sido destinadas a tratarme como otro alumno de primaria.
Y eso que están trabajando...

Fue moneda corriente hasta hace poco tiempo decir que el presidente de Estados Unidos era tan dictador como el que más, lo cual no era una ofensa para el zopenco Bush junior, como para millones de votantes que en su momento corrigieron el rumbo. Es imposible prevenirse contra la llegada de un palurdo al poder, tanto como evitar sus patanerías, pero es de respetarse un sistema que no permite dictadura alguna, y para ello comienza por evitar los gritos y las soflamas. Mismos que pueden ser muy bienvenidos en mitad de una noche de mariachis, pero jamás donde se gana un sueldo por debatir ideas y alcanzar acuerdos. Empeños que se antojan más difíciles, especialmente para quien se avergüenza de ser o parecer civilizado, pero al cabo para eso les pagamos. ¿O es que existe otro centro de trabajo donde las diferencias entre los empleados se resuelvan a gritos y mentadas, en la más vergonzosa impunidad y bajo privilegios exorbitantes? ¿Quién querría contratar a un trabajador y concederle semejante estatus? ¿Y qué tal cientos de ellos?
Tal como están las cosas, únicamente un diputado o un senador pueden quebrar la leyes cuando y cuanto se les antoje. No legislan para ellos, sino para nosotros, igual que esos prefectos abusivos que imponían castigos desde su autoridad incontestable, reprimían a los gritones a punta de gritos y nadie les oyó pedir una disculpa. Un adulto abusivo se presume infalible ante quienes no pueden cuestionarlo sin hacerse acreedores a una sanción —y antes de eso, se entiende, ser silenciados—. Son nuestros congresistas los únicos adultos reconocibles, pues ya su condición de intocables y las leyes con las que se guarecen de nuestras opiniones nos hacen meros niños respondones a los que es necesario meter en cintura. El mundo al revés, pues. Y el colmo, a estas alturas, es que uno siga siendo el avergonzado.

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