domingo, 13 de septiembre de 2009

Historias del triunfo y la victoria

Carlos Monsiváis
El Universal/13 de septiembre de 2009

“El destino de la patria en mis zapatos”
Bingo Santana se puso al día consigo mismo: “Quiero ser estrella del fut, y tengo un modelo: Hugo Sánchez, el mejor jugador de todos los tiempos, de cuando ni siquiera había futbol incluso. Y como Hugo, yo también quiero ser presidente de la República”. Bingo era un gran deportista, se empeñó y triunfó en las canchas y fuera de ellas, tanto que desde su debut, los aficionados le organizaban despedidas con tal de llorar al ver que se iba. Y él sonreía. Llegó el día de la verdadera despedida, nada menos que en el Mundial. Era el último juego, y los contendientes por la Copa, inevitablemente, eran México y Brasil. Si México ganaba, la carrera política de Bingo sería irresistible, y por eso le anunció a los medios que le dedicaba sus goles al presidente de la República y sus metidas de pata a la oposición.
En el último minuto del partido todo dependía de la puntería de Bingo. La Copa sería de México. Bingo se persignó, estudió la pelota y el césped y… ¡falló! México había perdido su última y única oportunidad en el siglo XXI de ser campeón mundial. ¿Por qué la última y única? Porque ya lo dijo un secretario de Hacienda: “Lo que mal comienza jamás acaba”.
Si no es por la protección del Ejército brasileño, Bingo no sale del estadio. Nadie le volvió a dirigir la palabra, su madre se negó a volverlo a concebir y Bingo, desesperado, pensó en suicidarse. A pesar de que no sabía nadar, o quizá por eso, se lanzó a un río y lo rescató un viejo vigoroso que, al verlo a salvo, le explicó que la vida vale la pena. Bingo estuvo de acuerdo: “Tiene usted razón. Fui un loco y me ofusqué. La vida entre nosotros está hecha de oportunidades perdidas. Por ejemplo, un ateo pierde la oportunidad de contraer la influenza en una peregrinación a Bolivia. Pero dejémonos de cuentos, soy Bingo Santana y mi pecado fue no meter ese gol”.
El anciano noble y dulce lo miró con amor humanitario y le replicó: “Sí, tú no debes suicidarte. No es justo para los que te conocen. Tú debes morir a mis manos”. Y entre gritos de rabia lo persiguió a tiros. En contacto con las aguas heladas del cálculo egoísta, el desdichado aprendió a nadar al instante y huyó a Dublín, donde, sometido a la cirugía facial, eligió como nuevo rostro el del ex presidente Salinas, menos peligroso para él que el suyo, el del mexicano que cometió un crimen de lesa patria al no anotar el gol.
Tanta generosidad es inaudita
Lo traté sólo una vez pero eso me sirvió para recordarlo toda mi vida, bueno, toda mi vida a partir de que lo traté. Don Nacho Sabritte era un hombre de empresa y, quizá por lo mismo, un cristiano ejemplar que velaba por la salud moral y las buenas costumbres. Por eso castigaba con seis meses de salario a los obreros sorprendidos en el acto de decir o pensar malas palabras, y es obvio que para don Nacho casi todas las palabras eran malas. “Un hombre de bien, decía, puede pasarse toda su vida con un repertorio de sólo 30 palabras: sí, patrón; gracias, diosito; ahorita vuelvo, mamá; no me dé aumento, mejor deme su bendición”, y así sucesivamente.
Y por eso también, decidió regalar al mundo un ejemplo personal, algo que elevaría los estándares de la ética empresarial, ya de por sí exuberante. Fiado en el precepto bíblico (“Lo que afirme tu conciencia, que se lo descuenten a los trabajadores”), convocó a los medios y habló: “Más bienaventurada cosa es dar que recibir, y eso me lo digo todo el tiempo. Por eso he decidido renunciar a mis bienes terrenales dentro de 70 años a partir de esta fecha”. Se le escuchó con azoro, y el país entero lo admiró. ¡Qué corazón de oro! ¡Qué filantropía! Algunos quisieron beatificarlo en vida y adonde quiera que iba Nacho Sabritte los aplausos le acompañaban. “¡Bien hecho, padre de la nación”, le gritaban.
Murió prácticamente en aroma de santidad, 20 años antes de la fecha indicada para repartir su dinero. Éste pasó a manos de sus hijos que, poseídos del mismo afán redentorista, prometieron donar sus posesiones 100 años después del anuncio. Por lo pronto, y a semejanza de las lecciones de su padre, rebajaron el sueldo a sus empleados e instituyeron la Policía de las Costumbres Nocturnas, para certificar que nadie use condón, esté o no acompañado.
El tiempo del altruismo
Genaro Milo, gran empresario, ha vivido para la filosofía y el pensamiento abstracto, sin descuidar sus industrias, por supuesto. ¡Ah, crear riqueza y conceptos a la vez! La riqueza es un concepto que muy pocos entienden, y por eso es concepto, para crear conciencia de culpa entre los ignaros. ¿Se han fijado cómo los que se creen muy pobres quieren afligir a los muy ricos fomentándoles los escrúpulos? Están perdidos, un rico no tiene escrúpulos y menos en época de crisis; tiene amor a la fuga de capitales, obsesión por no regalar al Estado el dinero de sus impuestos, exigencias de patrocinio de la educación privada. ¡Eso sí! Pero hasta allí.
Un día le cruzó un pensamiento. Lo dejó ir para no malacostumbrarse y prefirió una cita de almanaque: “El mundo que vivimos abunda en problemas generados tiempo atrás, que no pueden ser resueltos con la mentalidad que se tenía al crearse los problemas”. ¡Por supuesto! Antes de creados no se percibía a los problemas como tales, y uno de ellos es la dificultad de sus empresas para dar aguinaldo a sus trabajadores, porque al hacerlo, así fuera en forma mínima, disminuyen el beneficio que el capitalismo posmoderno exige en época de crisis.
“Un problema se resuelve con una buena acción”, murmuró, y la buena acción se le presentó de inmediato: dar el dinero del aguinaldo de sus obreros a los más pobres. ¡Fantástico! Pero los más pobres eran muchos, y superaban en número a los pobres incluso, y el dinero de los aguinaldos no alcanzaría para todos. Quedaba claro: enterarse de cuáles eran los verdaderamente más pobres le llevaría años; mejor reinvertir en las industrias el dinero de los aguinaldos, mientras llegaba la hora de otorgárselo a los más pobres.
La fórmula era perfecta pero la inconsciencia de los obreros les hizo protestar y precipitarse en una huelga. Enfadado y juicioso, don Genaro Milmo habló con unos altos funcionarios amigos suyos que declararon inexistente la huelga, metieron a la cárcel a los líderes, despidieron a todo el personal administrativo para no crear favoritismos y, entonces, los trabajadores, aterrados ante la pérdida inminente de sus empleos, se rindieron, aceptaron ya no recibir aguinaldos el resto de su vida, y entre todos juntaron para dar al patrón Genaro su aguinaldo. Éste sonrió y creyó más que nunca en la ventaja de aliar filosofía humanista y mentalidad empresarial.
Escritor

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