miércoles, 9 de septiembre de 2009

Democracia vulnerada

José Antonio Crespo
Excélsior/9 de septiembre de 2009

Bajo ese título, recién publicaron un libro los investigadores Alberto Aziz y Jorge Alonso (México, una democracia vulnerada, Ciesas-Porrúa, 2009). El título es sugerente porque, como señalan los autores, pasamos de ciertos adjetivos que se le agregaban a la democracia en tiempos del PRI (controlada o dirigida, es decir, no democrática), a otros que nos indican que la democracia actual peca de ineficacia por razones distintas. La pluralidad partidaria, la división de los poderes estatales y la liberalización del sistema electoral no se han traducido en los fines de la democracia, entre los que se encuentra la rendición de cuentas. Algunos de los adjetivos que suelen agregarse a la actual democracia mexicana podrían ser aceptables, como “democracia incipiente”, pues indica la juventud de la democracia, sin que ello obste para que, con el tiempo, alcance su madurez y se consolide. El problema está en otro tipo de adjetivos, cada vez más frecuentes, como “democracia vulnerada” o “inacabada” o “inconclusa” o “desvirtuada” (de sus contenidos y propósitos) e incluso, otros peores que podrían venir más adelante, como “democracia fallida” o “abortada”. El problema no radica sólo en que la democracia no haya terminado por configurarse, sobre todo en lo que hace al ejercicio del poder (rendición de cuentas) y generación de resultados sociales, económicos o educativos. El problema es que ni siquiera se han terminado de definir las nuevas reglas que permitan la gobernabilidad democrática; es decir, la toma fluida de decisiones, pero sin la impunidad ante los eventuales abusos (cotidianos en México).
En esa medida, la democracia se atasca. Pero la democracia estancada pronto deriva, bien en un brote de inestabilidad (el estallido social que muchos temen ahora), bien en una regresión hacia alguna forma de autoritarismo (así no sea idéntica a la que hubo antes de la democratización). De hecho, Aziz y Alonso sostienen que esa regresión se inició bajo los gobiernos panistas en algunos puntos importantes, como el acceso al poder, es decir, el sistema electoral. Las reglas de la democracia electoral, que implican no utilizar los recursos del Estado por el partido en el poder para fines político–electorales, no han sido respetadas cabalmente, además de que las opacas e inciertas elecciones de 2006 pusieron en entredicho la imparcialidad que hasta entonces habían mostrado, mal que bien, el IFE y el TEPJF. Lo cual se ha traducido, según todas las encuestas disponibles, en una pérdida significativa de la confianza en los procesos e instituciones electorales. Aunque el libro cierra el balance en 2008, la importante abstención registrada en la elección federal de este año (55%), así como el voto de protesta anulado (5%), son un reflejo de esta pérdida de confianza electoral y partidaria: indicios de una crisis de legitimidad y de representación política.
Lo anterior nos lleva a la reflexión sobre un viejo problema teórico, que los autores abordan de manera amplia: ¿una cultura política no democrática puede transformarse a través de cambios institucionales y políticos, como suponen muchos, o al contrario, las instituciones, aun formalmente bien diseñadas, llegan a desvirtuarse por una poderosa cultura política, incompatible con la dinámica y la práctica democráticas? Hay numerosos ejemplos de que lo primero es posible: que a cambios importantes en las relaciones de fuerzas políticas, rematados por nuevos diseños institucionales, se registran modificaciones sensibles en la cultura, que generan un piso sobre el cual se facilitan el avance y la consolidación de la nueva democracia.
Pero México parece un ejemplo de lo segundo: aun instituciones en principio bien diseñadas, y que logran acreditarse entre la ciudadanía, pueden fácilmente desvirtuarse por la cultura antidemocrática de los actores políticos. Ejemplos sobran.
Lo cual tiene un impacto en la cultura de los ciudadanos, reforzando en ellos la tradicional desconfianza hacia los políticos y las instituciones públicas, sobre todo después de haber albergado expectativas razonables en lo que debió ser un punto de inflexión —el año 2000— cuando se congregaron las condiciones más favorables para un cambio democrático en toda nuestra historia, y que se han ido diluyendo en estos años. La decepción democrática que vemos y sentimos ahora se explica en parte por lo elevado de las expectativas generadas antes de la alternancia (fenómeno normal), pero agravada por la constatación de que, quienes empuñaron por décadas la bandera del cambio democrático (lo mismo el PAN que el PRD) en el momento de la verdad desperdiciaron esa oportunidad, dejando a la ciudadanía en una especie de “orfandad democrática”. Por lo cual, buena parte del electorado parece buscar, a través de un renovado voto por el PRI, el retorno a un pasado menos democrático pero más confiable. Algo que podría interpretarse como una claudicación democrática de la sociedad (aunque no toda), correspondiente a la claudicación en el mismo sentido que han hecho, por distintas razones, el PAN y el PRD.
MUESTRARIO. El formato para anunciar los cambios al gabinete pertenece al pasado, del tipo de “renuncia por motivos de salud”. Quedan en el aire preguntas como, ¿por qué se van los que se van, sobre todo si, como se nos dice, hicieron un “estupendo trabajo”? ¿Hicieron mal algo, se dará un viraje en los temas respectivos, se cumplió una fase y se dará paso a otra que requiere ser dirigida por personas con otro perfil? ¿En qué consiste ese viraje o esa nueva fase?
Eso sería lo propio de un país democrático, en lugar de la opacidad vigente, que sólo da lugar a especulaciones, rumores y lecturas entre líneas. Ya no basta con que se nos informe de los cambios. Ahora debe también ofrecerse una explicación oficial de ellos, pues se trata de temas de gran importancia que nos atañen a todos.
Pero se nos sigue tratando como infantes, como tontos o, en el mejor de los casos, como súbditos.
Instituciones bien diseñadas quelogran acreditarse entre la ciudadanía, pueden desvirtuarse por la cultura antidemocrática de los actores políticos.

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