jueves, 10 de septiembre de 2009

Sin fondo

Jorge F. Hernández
Milenio/10 de septiembre de 2009

Mi infancia permanece intacta en el recuerdo de un bosque. Con personales laberintos aprendidos de memoria y secretos refugios donde se conservan en silencio otros secretos; se jugaba en los claros de cielos abiertos, entre amplios prados verdes y en la espesura de las sombras había algo que podría llamarse intimidad, donde también se ocultaban misterios y miedos amenazantes. Mi familia, escuela y amigos vivían en ese bosque; afuera, quedaba el Mundo. Por ello, todos los referentes con los que intento sobrellevar la vida se remiten al paisaje natural de vegetación cambiante donde el tiempo se mide con el paso del Sol, los colores de las hojas y la lluvia que se vuelve nieve. Me he formado a la sombra de individuos que son árboles de sombra generosa y me he perdido entre matorrales que parecen cada vez más populosos.
Al celebrar ahora los setenta y cinco años del Fondo de Cultura Económica no puedo evitar la referencia: el Fondo es un inmenso bosque que siempre me ha brindado sosiego y quietud. Bajo el enramaje diverso que conforman sus más de cien mil títulos publicados florece el conocimiento en todas sus formas, las variadas formas del saber y pensar o los párrafos que nos hacen soñar en silencio. Novelistas y científicos, cuentistas y ensayistas, historiadores y cronistas… cada uno multiplicado en la acuarela policromática de más de cien millones de ejemplares que al paso de siete décadas y media, como en el transcurso de las estaciones, extienden su clara sombra a los lectores de todo el mundo. Cada año retoñan por lo menos quinientos títulos y cada década ha sumado al caudal por lo menos una colección nueva.
Celebro a los santos labradores que sembraron este bosque —Daniel Cosío Villegas, Alfonso Reyes, Eduardo Villaseñor, Miguel Palacios Macedo, entre otros—, los sucesivos directores que lo han custodiado y fertilizado —que, en la cronología de mi vida, son Arnaldo Orfila Reynal, José Luis Martínez, Jaime García Terrés, Enrique González Pedrero, Miguel de la Madrid, Consuelo Sáizar y, ahora, Joaquín Díez Canedo. Durante las épocas de sus respectivas gestiones he aprendido a leer, atreverme a escribir y honrarme con labores editoriales que van desde la mínima redacción puntual de una cuarta de forros a la selección, revisión, prólogo y conformación de libros accesibles. Celebro por ende a todos los tipógrafos y maestros de imprenta, correctores y traductores, almacenistas y distribuidores. Todos los duendes y magos, alquimistas y hechiceros que han nutrido el encanto interminable de este bosque llamado Fondo. Hablo de Martí Soler, Juan Carlos Rodríguez y Gerardo Jaramillo… Hablo de hombres de libros, habitantes del papel, cuyos nombres no alcanzo a enumerar en estos párrafos, pero cuyo anonimato enaltece el oficio de la ortotipografía e, incluso, el cuidado de la sintaxis.
Hablo de un roble único en el mundo, cuyo nombre en latín desconozco, llamado Alí Chumacero, que lo mismo ha florecido en versos entrañables como poeta que cuidando —dejándose literalmente la vista en ello— los libros de los demás como “humilde pastor de párrafos ajenos”, como llama él mismo a la suprema labor de podar una caja tipográfica con la delicadeza que exige un bonsái, al tiempo que sabe el páramo exacto por donde deberá extenderse en el bosque. Hablo de Adolfo Castañón, que ha entregado más de la mitad de su vida en la construcción de una inmensa torre por donde se desbordan párrafos y poemas, autores, traducciones y coediciones que extendieron los frutos del bosque Fondo más allá de la comarca inmediata. Por lo mismo, celebro que el inmenso bosque del Fondo, esparcido como polen de lectura a través de dieciséis librerías y nueve filiales a lo largo y ancho de Hispanoamérica, celebre hoy setenta y cinco años en la interminable sonrisa y satisfacción que me produce evocar nombres y rostros de amigos, habitantes de este bosque con quienes también tengo una enorme deuda de gratitud: Felipe Garrido y la ejemplar delicadeza de sus párrafos; Daniel Goldin y el coto fantástico de los libros para niños que todo adulto debería tener en sus estantes y tantos maestros que, repito, me duele no poder nombrar aquí.
Menciono aparte a Joaquín Díez-Canedo Flores, actual Director General de ese bosque como nao y fiel testimonio de las intocadas raíces humanistas que agrandaron al Fondo, quizá haciéndolo más bosque, apenas cinco años después de haberse sembrado. Sucede que el sueño de Cosío Villegas de fundar una editorial mexicana que nutriera la urgencia de libros de economía a los estudiantes de esa ciencia se tornó más ambicioso y provechoso en cuanto llegaron los vientos como lluvia generosa del Exilio Español: José Gaos, Francisco Giner de los Ríos, Enrique y Joaquín Díez Canedo, padre, dejaron atrás los humos de pólvora y muerte de una guerra insensata para honra de México. Al paso del tiempo y a través del espejo transatlántico, ahora consta el agradecimiento y aprovechamiento intelectual que no pocos españoles le deben al Fondo cuando burlaban los velos y censuras del franquismo para conseguir no pocos títulos y autores, prohibidos en aquella época gris y recatada. Hablo de los libros del Fondo que se vendían forrados, disfrazados bajo algún título expiatorio y apostólico, en las librerías de Madrid, como para nunca olvidar que los fascistas gustan de quemar bosques enteros.
En realidad, la deuda de gratitud que contraigo todos los lectores días de mi vida no tiene fondo, ni las ansias sin fondo por seguir leyendo al mundo y, sin embargo, quisiera volver a tocar fondo con estos párrafos y signar una celebración al margen. Por estos días se reúnen en torno al Fondo de Cultura Económica los más granados editores del mundo hispanoamericano, sesudos intelectuales y sabios ensayistas, minuciosos analistas y pensadores del libro y sus laberinto… A pesar de la honra de saberme autor entre sus catálogos, a pesar de haber colaborado en prólogos anónimos y cuartas de forros sin firma, a pesar de ser antologador y editor de algunos valiosos volúmenes, mi homenaje mas sincero no es más que el del lector agradecido.
Gracias al Fondo de Cultura Económica por los libros de Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Juan José Arreola, que en todo tienen que ver con la historia de México en el siglo XX. Gracias por la Poesía Completa de José Emilio Pacheco y los cuentos de Efrén Hernández, las Obras Completas de Sor Juana Inés de la Cruz y Sergio Pitol, los casi treinta tomos de las Obras Completas de Alfonso Reyes, que son la mejor universidad abierta y autónoma de cualquier madrugada. Gracias por todos los títulos de las colecciones de Historia, Tezontle, Letras Mexicanas, Breviarios y Popular. Gracias por los títulos de La Ciencia para Todos y Tierra Firme, todos los muy queridos libritos de la Colección FONDO 2000, Centzontle y cualesquiera otros libros que se presten para recordarnos que un libro es un acompañante incondicional, el pasaporte más accesible para viajar a donde sea y a cualquier época… como quien sabe que siempre le espera el cálido refugio de un bosque.

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