domingo, 6 de septiembre de 2009

Consideraciones sobre la sequía

Jean Meyer
El Universal/6 de septiembre de 2009

¿Llegarán algunos ciclones para llenar nuestras presas en septiembre y octubre? No salvarían las cosechas de temporal que ya se perdieron en gran parte de la República; tampoco resucitarán al ganado que se murió y se muere de sed, pero proporcionarían el agua necesaria a nuestras ciudades despilfarradoras del precioso líquido.
¿Podría la presente sequía, la más dura de los últimos 60 años, despertarnos de nuestra siesta consumista? Tanto el campo como la ciudad han considerado hasta ahora el agua como un recurso inagotable, un don del cielo, por lo tanto, gratuito.
Más de 30% del agua dirigida hacia la megalópolis mexicana se pierde en el camino y pasa lo mismo en todas nuestras ciudades; la mayoría de nuestros sistemas de riego no aprovecha las tecnologías ahorradoras de agua, muchas veces inventadas en Israel. Asimismo, el equivalente de los diablitos que roban la luz existe para el agua: la cantidad de hogares que no se preocupan por lo que gastan, por la sencilla razón de que no hay medidor, es asombrosa. Además, las tarifas no corresponden a la realidad.
¿Quién tendrá el valor político de enfrentar semejantes retos? Recuerdo varios casos de partidos que perdieron las elecciones municipales porque habían instalado medidores y roto con la costumbre de no cobrar el agua.
De la historia del clima, que condiciona la del agua, ¿podemos aprender algo que nos sirva para el futuro? Sí, especialmente en un país como México que, a la hora de instalar a la gran mayoría de la población en ciudades, ha olvidado su realidad climatológica, la cual ha sido siempre dura.
Por su situación en latitud, México se encuentra en el cinturón de desiertos que da la vuelta a la Tierra y, si no es totalmente desértico, lo debe a su altura que permite precipitaciones de consideración. Por algo los antropólogos y los historiadores de la época prehispánica hablan de una Aridoamérica que empieza al norte de Querétaro y va hasta Utah con su Gran Lago Salado. La disminución, hasta desaparición histórica de los lagos, en toda la región es la prueba de que no gozamos de un clima favorable, a diferencia de la Europa occidental.
Parece que el recalentamiento del planeta, fenómeno natural o no, acelerado por el hombre ciertamente, no va a mejorar nuestra situación, de modo que hay que cambiar de conducta para salvar el porvenir.
El gran historiador del clima, Emmanuel Le Roy Ladurie, dedica el tomo tercero de su Historia humana y comparada del clima a El recalentamiento desde 1860 hasta nuestros días (París, Fayard, 2009, 460 páginas). Encuentra que el último recalentamiento —hubo otros a lo largo de la historia y la prehistoria— empezó por 1860, con disminución de las nevadas invernales. Pero, según él, el verdadero calentón arranca a partir de 1910, en dos fases principales: 1910-1950, 1980 hasta la fecha, separadas por una temporada fresca de 20 a 30 años. Obviamente hay mucha variabilidad en el seno de cada etapa, de la misma manera que durante un ciclo de sequía decenal suele haber uno, dos hasta tres años de buenas lluvias.
Desde 1976-1980 vivimos a la hora del recalentamiento, probable precio que pagar por el fantástico crecimiento económico global ejemplificado con el despegue de gigantes como China e India. En 40 años ganamos un grado en la temperatura promedio anual, según un ritmo netamente más rápido que durante la etapa 1910-1950. Le Roy Ladurie, prudentemente, dice que es historiador y que como tal no puede decidir quién tiene razón en la polémica sobre los efectos del bióxido de carbono (CO2): “No soy un científico; sin embargo, me convence bastante, debo reconocerlo, la demostración del Grupo de Expertos Intergubernamental sobre la Evolución del Clima (GIEC)”: piensa que el exceso de emisiones de gas con efecto invernadero causará serios problemas en el siglo XXI al volver excesivo un recalentamiento que tiene también orígenes “naturales”.
Por lo tanto hay que ser responsables y eso vale para todos, gobernantes y gobernados, productores y consumidores. Debemos cambiar de manera radical nuestras costumbres y patrones de consumo. Se ha dicho que la crisis económica mundial nos ofrece la oportunidad de inventar una nueva economía y una nueva sociedad. Por desgracia, no se ve nada tal y parece que nos limitamos a esperar que vuelva a arrancar la economía; de la misma manera, esperamos que vuelvan las lluvias, para quejarnos, los habitantes de la ciudad, por las molestias que ocasionan. La mayoría nos hemos vuelto “catrines” que adoran un cielo implacablemente, mortíferamente azul: el ideal nuestro es la playa…
¿Entonces? Que nos salven los brujos.
jean.meyer@cide.edu
Profesor investigador del CIDE

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