miércoles, 10 de junio de 2009

De homeopatía, amor y votos

Jesús Silva-Herzog Márquez

Empecemos por algún lado: la racionalidad del voto no es evidente. No es obvio que tenga sentido votar. ¿Por qué un ciudadano habría de entregar una cápsula de su tiempo si tiene bastante claro que la probabilidad de que su voto determine una elección es prácticamente inexistente? Muy pocos de los que hacen fila para votar imaginan que su voto terminará un desempate, decidiendo quién gana la Presidencia o quien llega al Congreso. Por eso hay un misterio detrás del voto: ¿por qué votamos teniendo la convicción de que nuestro voto específico es ineficaz? ¿Por qué votamos si tenemos casi la certeza de que la marca de nuestra crayola sobre la papeleta no decidirá nada? Votar es depositar una gota de agua en el mar con la esperanza de que cambie de sabor. La democracia electoral se fundamenta entonces en una racionalidad tan flaca como la que sostiene la homeopatía. Recuerdo un capítulo del alegato de Richard Dawkins contra la medicina “alternativa.” La homeopatía se basa en la idea de que una sustancia diluida en agua tiene efectos curativos y será más poderosa mientras el ingrediente activo se diluya más. Mientras más disuelta, más efectiva. Pero, ¿qué tan diluida debe quedar para resultar curativa según los homeópatas? Mucho. No implica la mezcla de una gota de sustancia activa en una cazuela, ni en una alberca, ni en un lago, ni en el océano. Los homeópatas aplicarían una molécula de sustancia activa con todas las moléculas del sistema solar para obtener el frasco milagroso que resulta, en realidad, una botella de agua.
En una comunidad nacional el voto individual queda igualmente disuelto en los inmensos números. Un ciudadano tiene poca esperanza de que su decisión importe y, sin embargo, vota. ¿Por qué lo hace? Algo distinto a la racionalidad utilitaria opera en su cabeza. Quiere provocar algo, sí. Pero, sobre todo, quiere formar parte de algo más grande que sí mismo, quiere insertarse de algún modo en una comunidad. Quiere que su voz se diluya en una voz más grande y quiere sentir la satisfacción de que el sonido colectivo incluya el aporte de su garganta. El mar no cambia de sabor pero la gota de agua encuentra domicilio. El voto es por ello, contribución a una decisión colectiva y, además, símbolo de pertenencia. Para el artefacto democrático, el voto es el mecanismo que lo activa. Pero para el ciudadano, el voto es otra cosa. Se trata, ante todo, de una declaración de pertenencia.
Por eso podría tener sentido anular el voto: para declarar el desapego a los partidos existentes, para mostrarles el alejamiento del elector, para representar su apartamiento de la cofradía partidista. La expresión es perfectamente legítima—como lo es también el voto por algún partido o, incluso, la abstención. Me adelantaría para decir que la campaña por el voto nulo es ya un éxito. Poco se habla de los partidos y mucho en contra de ellos. La pregunta de la temporada no es por quién vamos a votar sino si vamos a anular el voto. Ante campañas detestables, la campaña por la anulación convoca algún entusiasmo.
Advierto que las razones de los anulacionistas me parecen poco convincentes. Reconociendo el modestísimo poder del voto, me parece que es posible enviar una señal más clara sobre el rumbo del país. El sistema constitucional mexicano nos ofrece una oportunidad de evaluar la Presidencia a la mitad de su trayecto Podemos fortalecerla o acotarla. Esa es la disyuntiva que deberíamos encarar. Anular el voto es, en el fondo, cancelar la oportunidad de castigar o premiar al gobierno federal. Es meter a todos los partidos políticos en la misma cubeta, como si sus perfiles fueran idénticos, como si no hubiera un partido en la casa presidencial. Bajo la crítica a todo el régimen de partidos, se exime de responsabilidad electoral concreta a los actores políticos concretos. Coincido con el PAN: esta es una elección para evaluar al Presidente Calderón. Su invitación, sin embargo, no me persuade. Por la falta de estrategia en el combate al crimen organizado; por su errática conducción económica y por el equipo con el que gobierna, el partido en el poder merece un castigo electoral.
No votaré enamorado de ninguna opción. En muchos anulacionistas se trasluce el despecho del enamorado o la soberbia de quien sólo cree en la representación de su espejo. Yo no busco en ningún partido la respuesta a mis esperanzas, ni el reflejo integral de mis aspiraciones. En la democracia electoral no busco la mitad de mi ser incompleto. Por eso veo en el voto un simple instrumento—limitado, por supuesto—para premiar y para castigar a los políticos. De ahí mi opción por el mal menor. Estoy convencido de que los castigos, para ser eficaces, deben dirigirse a partidos concretos. Pretender castigar a todos es excusarlos a todos. Diluir la responsabilidad de las malas políticas en la perversidad de todos los partidos sólo hace más jugoso el negocio de los demagogos.

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